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Tribuna
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Racionalidad y burbujas

Frente a la secesión, más traumática, Cataluña podría promover el federalismo, mucho más fecundo y razonable

Jordi Gracia

No es ningún secreto: la burbuja más espumosa de los tiempos recientes es el independentismo catalán convertido en filtro mágico contra males reales. Los males reales empiezan por la crisis y acaban en España, o empiezan por España y acaban por la crisis: la confusión inducida en Cataluña consiste en identificar ambas cosas, así que para librarse de ambas basta con soltarse de una de ellas. El primer efecto político es librarse de culpas propias porque son ajenas (como todas las culpas, por supuesto). El segundo es explosivo como todas las falsas salidas únicas: el programa de salvación se reduce a la predicación exigente de la independencia (por la vía de una variante político-financiera del maltrato de pareja: el expolio).

Contra lo que un marciano podría pensar ante la prensa, la radio y la televisión catalanas (ya no te digo si sigue blogs), la mayoría de la clase política y mediática no es ni ha sido independentista; ha asociado su posición política con respecto a España con el sintagma catalanismo político, en el extendido sobreentendido de que la prioridad había de ser la defensa del lugar antes que la defensa de unas ideas para el lugar. Buena parte de ese catalanismo político (no únicamente convergente) ha coqueteado crecientemente con expresiones, imágenes, metáforas, analogías y fraternidades geopolíticas que han servido para insinuar que la independencia iba a ser un recurso siempre a mano, una salida intimidatoria o un elemento activo de presión negociadora. Por supuesto, como siempre que se negocia en falso, el uso y el abuso de ese elemento implícito ha servido para lo contrario. El efecto letal en la vida pública ha sido desarmar de racionalidad y fiabilidad cualquier negociación de envergadura e inyectar de paso y masivamente el veneno del recelo y la desconfianza. El descrédito de la política como protocolo de negociación se evidencia cuando empieza la fe como único postulado: el independentismo es una creencia basada en la superioridad de un estado imaginario (la Catalunya independiente) frente a otro de derecho (el Estado de las Autonomías).

Pero el independentismo latente y explícito ha reconvertido en clave positiva ese efecto pernicioso de bloqueo o situación límite: necesitaba abundante tierra quemada y estéril como prueba de la inviabilidad del acuerdo con España. Por supuesto, la crisis económica es óptima para las estrategias extremistas: por razones económicas (de ahorro y racionalización del gasto), legitima en el PP a los sectores más reaccionarios y recentralizadores; y legitima al independentismo porque Catalunya dejará de ser expoliada y los españoles ya no harán más carreteras vacías con nuestro dinero (lo ha dicho, en un pronto de gallardía castiza, nada menos que el profesor de la Universitat Autònoma y líder de ERC Oriol Junqueras).

La crisis legitima al ala reaccionaria del PP y también al independentismo

La clase política no independentista pero sí catalanista ha ido advirtiendo rápidamente la rentabilidad mediática y movilizadora de esa estrategia. En forma inmediata, diluye las responsabilidades políticas del poder catalán al librarle de seguir negociando, librarle de una autocrítica presumiblemente fecunda y ganar un argumento incontrovertible a la vista del paño: la única salida vuelve a ser la independencia. El tedio democrático, por tanto, se ha roto en Cataluña a través del nuevo fervor independentista, y es perfectamente explicable. Sin embargo, ni el silencio ni la connivencia ni el desdén deberían ser la respuesta de la socialdemocracia catalana (ni española): hoy la socialdemocracia necesita reinventar sus propias respuestas contra los efectos infelices de una construcción democrática básicamente feliz. Los últimos treinta años reclaman a la socialdemocracia, por razones históricas y biológicas, culturales y educativas, un relevo argumental y también una reeducación política sobre objetivos y deficiencias del Estado. Y entre esos efectos infelices está el bloqueo neurótico que los conflictos autonómicos generan en la política nacional. El desarrollo terminante de España en un estado federal no debería sonar a experimento cómico, ensueño rancio o hijo de una rara lubricidad esotérica. A cambio, podría coadyuvar decididamente a desatascar una vida política ridículamente cautiva de su ombligo (el español y el catalán) a través de una corresponsabilización federal ante las finanzas o las decisiones políticas: desactivar la rencilla autonomista por la vía federal tiene pinta de resolver mejor las tensiones crónicas que sobreprotagonizan la vida civil y política española y dejar el campo libre (precisamente) para hacer algo útil.

Ignoro cómo se logra una movilización política e intelectual. Pero la evidencia inmediata es que la socialdemocracia tiene una respuesta potente en la reconstrucción de un concepto sin desarrollo argumental y conceptual desde hace un siglo y que ni está muerto ni es ningún disparate: el federalismo no es una entelequia ni un filtro mágico sino una respuesta política, racional y técnica para países complejos parecidos al nuestro. Sean los que fueren los agravios del Estado contra Cataluña, un sector del catalanismo ha sentido el desamparo ideológico o la ineficiencia del federalismo socialdemócrata (quizá como le sucedió a Ferran Mascarell). Pero las consecuencias son graves: ¿por qué es de muy mal tono en Cataluña declararse abiertamente contrario a la independencia como solución práctica a problemas reales o como remedio de urgencia? Los remedios de urgencia son malos remedios y, sin embargo, en Cataluña hoy o bien eres un reaccionario que no sabe que vivimos bajo un expolio crónico o bien eres una rémora de la transición, una especie de fósil que no se ha enterado de que las banderas han cambiado. Y tienen razón: las banderas han cambiado porque tienen que cambiar y es bueno y necesario que cambien. Frente a la bandera de la independencia como horizonte, la racionalidad pragmática y de índole social debería saber defender el modelo federal como instrumento con ventajas civiles, ideológicas, sociales, morales, políticas y hasta deportivas.

El arma euforizante de la manifestación del 11 de septiembre podría tener un efecto retroceso imprevisto: puede poner en marcha el federalismo como noción creativa y fecunda, como nuevo ensayo valiente, razonado, razonable, pragmático y desde luego mucho menos traumático que una secesión. Como toda reforma de envergadura, es por supuesto difícil, de complicadísima ejecución inmediata y hasta quizá incluso tan comprometida que pide modificaciones de textos requetesagrados e intocables. Yo no lo sé demasiado bien, desde luego: me dedico a la historia cultural, y eso cuando hay suerte. Pero cuánto bien me hace leer defensas razonadas de economistas, de técnicos, de profesionales, de profesores en torno a las virtudes cohesionadoras de una estructura federal. E imagino en un arrebato de ensoñación que esos materiales ideológicos y políticos pudiesen ir engrosando una movilización política de inspiración socialdemócrata y dejar de ser nada más que materiales académicos para debates teóricos.

El déficit de liderazgo personal que hoy arrastran los partidos (incluidos los minoritarios y los autonómicos) puede reconvertirse en la virtud de una democracia adulta y madura como la francesa. Hollande es el ejemplo práctico de que el liderazgo puede pivotar sobre un frente ideológico que restituya el orden de las prioridades socialdemócratas y desactive el espectáculo consolador de las soluciones mágicas y burbujeantes.

Jordi Gracia es catedrático de Literatura Española en la UB y en octubre aparecerá Burgesos imperfectes. L'ètica de l'heterodòxia a les lletres catalanes del segle XX (La Magrana).

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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