El chivatazo: ¿vuelven los autoritarismos?
Desde distintas instancias se induce a la práctica de un vicio moral vergonzante: la denuncia
En poco tiempo, algo más de medio año, este país se está pareciendo cada vez más a la lúgubre y miserable España de postguerra. Y no solo por la despiadada crisis económica, sino por el funesto paisaje ideológico y moral que estos señores que nos gobiernan están reinstaurando. Los remedios a la crisis han revelado ya su perversidad ideológica al cebarse descaradamente en los sectores más desfavorecidos y débiles del país (ancianos, enfermos crónicos, enseñanza, sanidad, cultura, subsidios de desempleo) sin despeinar los tupés de clases más adineradas ni tocar las SICAVS. Pero, al margen de tales impías medidas, las reformas morales que algunas administraciones institucionales están impulsando son dignas de los tiempos franquistas dejándose llevar por un afán implacable para inducir a la población a la práctica de un vicio moral realmente vergonzante: la denuncia.
Nuestros políticos deberían recordar la cantidad de fusilamientos y de encarcelamientos que ocasionaron las denuncias particulares no solo durante la guerra civil sino también durante la larga posguerra española. Quizá guiados por tan macabros recuerdos, nuestros mayores nos enseñaron a quienes fuimos niños en los años cincuenta y sesenta lo feo que era acusar al compañero de pupitre. En nuestra infancia, el sambenito de “acusica” o de “chivato” pesaba como una tara en el ánimo infantil. Y los maestros de entonces, que además de enseñar matemáticas y otras materias enseñaban a comportarse decentemente, afeaban duramente al chivato. También nos enseñaban a leer buenos libros y aficionarse al buen cine, porque la cultura era considerada un bien enriquecedor. Y de ahí que quienes aún lean y vayan a ver buen cine, y hayan leído a Milan Kundura o hayan visto films realizados por directores del este europeo, como por ejemplo La vida de los otros, saben cuán asesinas pueden llegar a ser las denuncias anónimas, cuántas muertes, encarcelamientos y ostracismos pueden llegar a provocar.
Evidentemente, y por el momento, las denuncias a que nuestras autoridades nos alientan no ocasionan aún tanta desdicha. Denunciar a quien fume en lugares donde está prohibido; denunciar —mediante simple llamada por móvil— a quien nos parezca que no guarda las debidas formas viajando en los Ferrocarriles de la Generalitat de Cataluña (fumar, viajar sin ticket, o quién sabe qué gestos susceptibles de suscitar sospechas); denunciar a mujeres que se ganan la vida a cambio de servicios sexuales en la vías públicas de Barcelona, Madrid, Valladolid y otras ciudades españolas como Coslada o Alcalá de Henares o por las carreteras gerundenses; denunciar a mendigos que piden limosna en algunos lugares de la Península, no llevará a nadie a la cárcel… Bueno, se supone, porque cabe preguntarse cómo se paga la multa de 750 euros estipulada para los mendigos de Valladolid o qué ocurre con una prostituta multada con entre 750 y 3.000 euros durante sus funciones.
En Cataluña se acaba de idear otra medida que propicia la denuncia: el Departamento de Educación ha decidido que los padres pueden tener a acceso a datos de otros padres de quienes sospechen haber falseado información familiar para matricular a sus hijos en los mimos centros que los suyos. El enfrentamiento social está servido, hasta el punto de que algunas asociaciones de padres ya han advertido cuán peligrosa puede llegar a ser dicha medida.
Las reformas morales que algunas administraciones institucionales están impulsando son dignas de los tiempos franquistas
Por supuesto, falsear datos domiciliarios para matricular a los hijos en el centro docente que más convenga a la familia es un acto reprobable, pero la responsabilidad de la investigación recae sobre los empleados de la Administración. Es su trabajo, y cobran por él. Trasladar la responsabilidad y las funciones policiales a la ciudadanía es propio de las dictaduras, de todas las dictaduras habidas y (toquemos madera) por haber.
En cualquier familia de este país hemos oído historias de parientes delatados por un vecino acusándole de no ir a misa (que los jóvenes no suelten la carcajada: ¡fue así!) o de ser comunista, cuando en realidad al denunciante le importaba un bledo la religión o el comunismo y lo que le reconcomía era que el denunciado le había sustituido en el corazón de una ex novia.
Que yo sepa, no hay cifras sobre la cantidad de gentes que al estallar la guerra civil acabaron sus días en el paredón porque medio año antes les había tocado el gordo y algún conciudadano lo acusó no de afortunado sino de revolucionario. Fueron muchas. Sería un bonito trabajo de historia. Y un alegato contra el peligro de convertir al ciudadano en denunciador anónimo, en policía sin sueldo.
Ana María Moix es escritora.
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