Mopti, la última frontera
Es Mopti una ciudad distinta. Uno viene del bullicio de Bamako, lleno de polvo del camino, y de repente se adentra en estrechas callejuelas embarradas que se asoman al río Níger y juguetean con él, como si lo envolvieran. La conocí hace ocho años. Este abigarrado cruce de caminos estaba entonces a reventar de turistas. Por el bar Bozo revoloteaban los guías para ofrecerte una visita a la mezquita, una excursión a Djené, un idílico viaje en pinaza hasta la mítica Tombuctú. Hoy, sin embargo, Mopti, que ostenta el pomposo sobrenombre de la Venecia de Malí, masca su angustia y su miedo. Todo está cerrado, los bancos, los hoteles, los bares, y los antaño atareados guías languidecen hoy ociosos bajo el despiadado sol del mediodía. La amenaza de los secuestros a occidentales, demasiado cercana, ha acabado con todo. Malos tiempos para Mopti.
Vista de Mopti desde el bar Bissap / Imágenes de José Naranjo
Me alojo en casa de unos amigos de la etnia songhay que han llegado huyendo del norte. Vuelvo a este otro Mopti porque se ha convertido en ciudad frontera, en el último punto de Malí donde aún hay presencia del Ejército, donde hay Estado, hasta donde puede llegar un occidental. Los militares prohíben que los blancos vayamos más allá y las embajadas europeas desaconsejan incluso salir de Bamako, no digo llegar a Mopti, donde según el Ministerio español de Exteriores “el riesgo de secuestro es extremadamente elevado”. Y es que a partir de aquí sólo queda un vasto desierto donde campan a sus anchas los nuevos amos del norte, grupos terroristas que han hecho del rapto de occidentales su principal fuente de ingresos y que destrozan mausoleos y castigan a los pecadores a golpe de latigazo. Muyao, AQMI, Ansar Dine. Tanto monta, monta tanto.
Me subo en un mototaxi y llego hasta la farmacia del barrio de Medina Kourá. Es el punto de encuentro. Viene a recogerme Yahya Meiga. Es un hombre muy simpático y hablador, de unos cincuenta años. Enjuto, con gafas, hace hasta sus pinitos en español. Lleva un kalashnikov al hombro. Es uno de los oficiales del grupo de autodefensa Ganda Izo (hijos de la tierra, en lengua songhay), creado en 2008 por los ciudadanos de Gao y Tombuctú para hacer frente a las rebeliones tuareg. Le pregunto por el “kalash”. Me dice que es por mi seguridad, que mientras esté con ellos tienen que estar atentos. “Los muyahidines no están lejos”, remata.
Mi idea es hacer un reportaje sobre esta milicia, que cuenta con una base de entrenamiento no lejos de Mopti, pero no me puedo sustraer al drama que vive esta ciudad desde que los rebeldes tuareg se alzaran en armas el pasado 17 de enero y abrieran la puerta a una nebulosa de grupos islamistas radicales que dictan hoy las órdenes en las tres regiones del norte de Malí. En su avance, llegaron hasta las puertas de Mopti, pero esta ciudad fluvial se acabó convirtiendo en el límite. De haberla profanado, el pánico hubiera cundido en Bamako.
Se libró de la ocupación, pero no de las nefastas consecuencias de tener a los islamistas radicales a pocas decenas de kilómetros. El propietario del Bar Bissap, a orillas del Níger, relata su angustia: “Antes tenía una veintena de trabajadores, ahora mantengo a cuatro y de milagro. Si esto sigue así tendré que cerrar, como han hecho casi todos”, dice. La terraza del Bissap está vacía. Las sillas se amontonan sobre las mesas y los clientes son tan escasos que la llegada de un blanco supone un auténtico acontecimiento. En el campamento que está a la entrada de la ciudad lo corroboran. “Hace mucho que no veíamos a uno de piel roja por aquí”, me dice un vigilante con una mueca de desagrado.
Es el drama de pasar de 60.000 turistas a cero en un pestañear. Ya de Tombuctú y Gao hace años que desertó el turismo. La posibilidad de sufrir un secuestro es tan alta allí que hasta los occidentales que llevaban años viviendo han decidido abandonar ambas regiones. Bouba, guía turístico de Gao, se tuvo que trasladar primero a Bamako y luego a Dakar. La agencia Pointe Afrique creada por Maurice Freund y especializada en el Sahel, que abrió en la década pasada un vuelo directo entre Francia y Gao, lo viene advirtiendo desde hace meses: ahora mismo no es nada recomendable viajar al norte de Malí. Y si lo dice Pointe Afrique…
Campo de desplazados de Sevaré
Los que sí han llegado y en tromba son los “norteños”. De todas las etnias: tuaregs, songhays, peules, bozos, dogones, bambaras… Al menos 30.000 personas se distribuyen por los distintos barrios de la ciudad, en casas de familiares o amigos, esperando que la tormenta escampe. Otros, los más desafortunados, han sido alojados en un campo de desplazados que hay muy cerca de la estación de autobuses de Sevaré, a pocos kilómetros de Mopti. Allí hablamos con Ouaka Traoré, responsable del mismo. “En la actualidad somos 443 personas, 52 familias. Algunos se han ido con la llegada de las lluvias, pero otros no tenemos donde ir”.
El campo presenta buen estado, parece limpio y en condiciones óptimas. Pero claro, no es un hogar. Distintas organizaciones, como la Cruz Roja suiza, han donado material y la comida, al menos, está garantizada. “Lo que queremos es volver a nuestra tierra”, repite una y otra vez Traoré mientras damos una vuelta por el asentamiento. Y pienso en esta imagen de malienses desplazados de sus casas por otros malienses y por gentes venidas de otros países (muchos de los yijadistas que hoy ocupan el norte proceden de Argelia, Mauritania, Níger, Nigeria o incluso Pakistán y Somalia). Y ya llevan cuatro meses así.
Desplazados en el campo de Sevaré
Cae la noche. A lo lejos, los relámpagos incesantes de una tormenta dan la impresión de que Dios intenta encender un neón que no acaba de arrancar, como en esos tugurios africanos donde se vende alcohol al amparo de una luz mortecina. Y el presagio, como siempre, se convierte en agua. Llueve a cántaros y yo regreso a Bamako. Viajo solo en un autobús de línea y me siento al lado de un joven songhay de Tombuctú llamado Ousmane que va hasta Bobo Dioulasso (Burkina Faso) a terminar sus estudios de Económicas. “De mi ciudad se han ido todos. El problema es que los que un día son del MNLA (rebeldes tuareg), mañana son de Ansar Dine y pasado mañana de Muyao. Nunca sabes”, asegura.
Mopti se aleja y la conversación con Ousmane coge otros derroteros. Atrás quedan cuatro días en un lugar plagado de miradas de desconfianza, de susurros al oído, de gente que te recibe con kalashnikov al hombro, de paseos entre el barro, el ruido y la gente, de miedo al que pasa, de miedo al que mira y de miedo al que escucha. Y pienso que ojalá que la próxima vez que vuelva a Mopti me haya podido desembarazar de esa pesada carga. Y que el bar Bozo sobre el río Níger esté lleno de guiris y que las pinazas no den abasto a llevar turistas hasta Tombuctú.
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