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LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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El malogrado sueño de los disidentes

Al llegar a un acuerdo con Amazon, el gobierno de Estados Unidos introduce incentivos perversos en el mercado global de los libros electrónicos. Sus buenas intenciones pueden ser malinterpretadas

RAQUEL MARÍN

Hace tres años, cuando yo era todavía un despreocupado ciberutópico, escribí un corto ensayo para Newsweek sobre “diplomacia de tecnología punta”. En ese artículo, con diferencia el texto más superficial que yo haya escrito nunca, reprendía a los diplomáticos norteamericanos por no aprovecharse del inmenso poder blando digital que una compañía como Amazon podía ofrecer. El Kindle, escribí, es “el instrumento soñado por los disidentes” ya que podría “poner fin a una época en la que en los países autoritarios los visitantes extranjeros tenían que pasar de contrabando los libros clandestinos”. Bastaría con que Washington patrocinara la diplomacia del Kindle y “financiase discretamente la compra de textos que considerase más influyentes y con más probabilidad de fomentar el pensamiento crítico”.

Bien, los disidentes pueden empezar a celebrarlo: tres años después, el Departamento de Estado norteamericano finalmente ha anunciado un ambicioso plan de colaboración con Amazon. El programa, que está previsto que transcurra durante los próximos cinco años, contempla un gasto por parte del Departamento de Estado de hasta 16,5 millones de dólares por la compra de un máximo de 35.000 Kindles, así como el pago de los contenidos (es decir, de libros) y de los costes de entrega. Un Kindle plenamente equipado cuesta unos 200 dólares, lo que deja casi 10 millones de dólares que pueden gastarse en libros, lo que, dados los bajos precios de Amazon, puede significar fácilmente un millón de unidades. ¿Adónde irían a parar esos Kindles? La idea es destinarlos a una selección de las más de 800 bibliotecas, espacios públicos de lectura y centros culturales, frecuentados por más de 6 millones de jóvenes, que el Departamento de Estado mantiene por todo el mundo.

Silicon Valley se ve cada vez más como otra nueva herramienta manejada por el poder americano

Las razones que hay detrás de esa iniciativa parecen sólidas, al menos en teoría. El gobierno de Estados Unidos abastece sus dependencias culturales con libros, materiales de enseñanza y publicaciones periódicas de todo tipo; producirlos digitalmente permitiría ahorrar dinero y acelerar el procedimiento. Uno puede imaginar fácilmente un funcionamiento en el que los usuarios de un centro cultural de Argentina podrían tomar prestados libros electrónicos pertenecientes a un centro similar situado en España. Por otra parte, los libros problemáticos y censurados pueden leerse sin abarrotar las estanterías y sin llamar la atención de los censores gubernamentales locales. Los diplomáticos estadounidenses creen que el programa podría servir para hacer resaltar la imagen de Estados Unidos como líder tecnológico.

Lamentablemente, la realidad es mucho más complicada. Por lo que a mí concierne, ya no me parece que una asociación entre la diplomacia norteamericana y Amazon suponga de modo inequívoco una buena idea. De hecho, estaba completamente equivocado —por no decir que era peligrosamente ingenuo— hace tres años. Lo que yo no podía prever entonces era lo difícil que iba a ser para las compañías tecnológicas norteamericanas poder mantener un barniz de independencia cuando cooperasen con el gobierno de Estados Unidos. Silicon Valley aspira a ser visto como promotor de la paz, del acceso al conocimiento y del diálogo universal; en realidad, es visto como un ente que conspira con el poderoso, y que promueve cualquier agenda que convenga a Washington.

¿Realmente puede Twitter ser considerado independiente cuando el Departamento de Estado consiguió que sus dirigentes aplazaran el mantenimiento programado del sitio, como hicieron con ocasión de la fallida y sobrevalorada “Revolución Twitter” del año 2009 en Irán? ¿Realmente puede Google ser considerado neutral cuando pide ayuda a la Agencia Nacional de Seguridad, como hizo después de ser atacado (supuestamente por el gobierno chino) a comienzos de 2010? ¿Puede igualmente Amazon ser considerado neutral cuando se doblegó a la presión de los políticos norteamericanos y purgó a sus servidores de los archivos descargados por WikiLeaks, el más famoso enemigo público del Departamento de Estado, como hizo a finales del 2010?

¿Y los 16,5 millones de dólares que Amazon va a recibir no serán acaso el pago por su buen comportamiento durante la saga de los WikiLeaks? Probablemente no, pero inevitablemente así es como lo verán los teóricos de la conspiración de Moscú, Teherán y Pekín (y que la elección de Amazon no comporte haberse presentado a concurso solo supondrá fortalecer su postura). Entre los adversarios de Estados Unidos, Silicon Valley se ve cada vez más como simplemente otra nueva herramienta manejada por el poder norteamericano. Dado todo ese reciente rumor sobre programas espía de maquinación estadounidense, como Flame, los políticos extranjeros que usen sus Kindles para leer cualquier cosa deberían pensárselo dos veces: ¿cómo saben que el gobierno de Estados Unidos no está estudiando discretamente sus hábitos de lectura echando una miradita a la nube de Amazon?

¿Cuánto tardarán China e Irán en prohibir todo libro electrónico extranjero?

Es probable que los adversarios de Estados Unidos estén contemplando esta nueva iniciativa con Kindle como una señal de su propósito de politizar el espacio del libro electrónico, como un astuto modo de utilizar la infraestructura de comunicaciones de Silicon Valley para impulsar discretamente los cambios de régimen. Pero si es o no el propósito de Estados Unidos promover cambios de régimen realmente aquí no importa. En la mayoría de los casos la política consiste en un 90% de percepciones y en un 10% de realidad. De hecho, los regímenes de China, Rusia e Irán ya albergan inquietudes parecidas respecto a su confianza en el correo electrónico norteamericano, los buscadores norteamericanos, los sistemas operativos norteamericanos y las redes sociales norteamericanas, de ahí sus agresivos esfuerzos por prohibirlos, cambiar a alternativas de código abierto, desarrollar sus propios equivalentes, y proclamar que estos son bienes de importancia estratégica que no pueden venderse a inversores extranjeros.

En la era de Flame y de Stuxnet, virus desarrollados por el gobierno norteamericano y que se aprovechan de vulnerabilidades del software norteamericano, las citadas no son unas preocupaciones triviales. ¿Cuánto tardarán China e Irán en prohibir todo libro electrónico extranjero y en promover sus propias alternativas nacionales? ¿Y duda alguien que estas serían mucho peores para la privacidad y la libre expresión de los disidentes que el Kindle de hoy, el cual, por razones puramente políticas, podría ser cada vez más difícil de encontrar en esos países? Al llegar a un acuerdo con Amazon, el gobierno de Estados Unidos introduce incentivos perversos en el mercado global de los libros electrónicos. Herramientas anteriormente consideradas benignas e irrelevantes podrían ser vistas ahora como subversivas. Esa es la auténtica paradoja de la “agenda para la libertad de internet” norteamericana: cuanto más hace Washington para promoverla, peor van las cosas.

Y en eso estriba la lección para los bienintencionados miembros del servicio exterior (y los ex ciberutópicos como yo): independientemente de lo excelentes y eficientes que puedan ser los libros electrónicos, las redes sociales o los buscadores como suministradores de información, es un error pensar en ellos como simples herramientas con cometidos estables y coherentes (ni menos con efectos claros y fácilmente predecibles). Una vez amparadas por el gobierno norteamericano, en el vacío geopolítico de Silicon Valley esas herramientas ya no se dan. Una política exterior nacional con una historia laboriosa y compleja, los experimentos que Washington está llevando a cabo con armas cibernéticas, los anteriores roces de Silicon Valley con gobiernos autoritarios: esos son solo algunos de los diversos factores que han establecido el escenario que condiciona el modo en que serán interpretadas dichas herramientas. En otras palabras, sus funciones, aptitudes y efectos dependen de quién esté observando y por qué.

Eso no significa abrazar el derrotismo o que no sea asunto de los diplomáticos andar experimentando con la última tecnología. Pero sí que estos deben hacerlo con el pleno conocimiento de que sus buenas intenciones pueden ser malinterpretadas y ocasionalmente salirles el tiro por la culata. A menudo, su búsqueda de innovación puede no merecer la pena, especialmente si conlleva el riesgo de empeorar las cosas a largo plazo. Lamentablemente, todo lo que sabemos sobre la asociación entre el Departamento de Estado y Amazon sugiere que los diplomáticos norteamericanos no son conscientes de ello. Un instrumento soñado por los disidentes sigue siendo solo eso: un sueño.

Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation. Su último libro publicado en España es El desengaño de internet. Los mitos de la libertad en la red. (Destino).

Traducción de Juan Ramón Azaola

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