Horror en el comedor de la escuela
"Con su blog, la escocesa de nueve años Martha Payne plantea si una hamburguesa macilenta, dos croquetas industriales y un 'colajet' componen la comida adecuada para un niño"
Ten una buena idea, súbela a Internet y cambiarás el mundo. O al menos cambiarás la espantosa comida que te ponen en el colegio, que no es poco. Esta podría ser la moraleja en la historia de Martha Payne, una niña escocesa de nueve años que hace un par de meses comenzó un blog sobre lo que le echan cada día en el comedor de la escuela.
Cada entrada de Never Seconds se compone de una fotografía de la bandeja hecha por la cría, un comentario sobre la comida y una serie de puntuaciones sobre el número de bocados, el precio, el beneficio para la salud o la cantidad de pelos en el plato. No sorprenderá a los que han vivido la experiencia de comer en el cole que los alimentos retratados tengan un aspecto entre lo repugnante y lo extraterrestre: exánimes verduras congeladas y pastas recocidas con salsa de bote conviven en el menú con suelas de zapatilla con apariencia de carne y pasteles para cuya fabricación ningún ingrediente natural ha sido maltratado.
Tampoco sorprenderá que el blog de Martha haya causado sensación en la Red, con millones de visitas, posts con más de mil comentarios y algún trending topic. La torpe gestión del fenómeno por parte de los responsables de la escuela no ha hecho más que hinchar la burbuja. Ante las críticas, primero levantaron la limitación de la cantidad de fruta, verdura y pan que los niños podían comer –sí, la tenían limitada–, pero después llamaron a capítulo a la niña para decirle que no podía seguir publicando fotos en Never Seconds. La avalancha de protestas fue de tal calibre que se vieron obligados a echarse atrás y levantar la censura.
Además de obligar al colegio a mejorar la calidad de sus almuerzos, Martha ha puesto en primer plano el debate de si una hamburguesa macilenta, dos croquetas industriales y un colajet componen la comida adecuada para un niño. La respuesta fácil consiste en culpar a los restaurantes escolares, en parte responsables de la catástrofe. Pero solo de imaginarme el desgaste neuronal que debe de producir alimentar a diario a nuestros infantes, tiendo a compadecer a sus empleados: yo preferiría bajar a la mina, limpiar centrales nucleares o trabajar en una discoteca. Quizá deberíamos poner el foco en esos padres que renuncian a la gastroeducación de sus retoños y les endilgan la primera bazofia procesada que encuentran. Porque si un crío no huele los alimentos frescos en casa, ¿alguien cree que los va a aceptar fuera?
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