Los excesos del inquisidor
Se descubre un manuscrito en el que Góngora denuncia las aventuras sentimentales de un miembro del Santo Oficio
Érase un hombre a una nariz pegado, / érase una nariz superlativa”, escribió Quevedo de Góngora, pero también lo llamó en otro poema “perro de los ingenios de Castilla” y afirmó que era “docto en pullas, cual mozo de camino”. Y lleno de pullas está el manuscrito que hace unos días se presentó en la Biblioteca Nacional como parte de una exposición dedicada al maestro del culteranismo, uno de los mayores poetas en lengua española, “el mejor” para un crítico de la influencia de Harold Bloom.
La hispanista Amelia de Paz estaba investigando en el Archivo Histórico Nacional en la sección dedicada a la Inquisición de Córdoba cuando encontró esas desconocidas cinco páginas escritas a doble cara por Luis de Góngora. Un hallazgo importante, si se tiene en cuenta que nada original del poeta se había rescatado desde finales del siglo XIX, y oportuno, acaso, porque Góngora denuncia allí las poco ortodoxas prácticas de un inquisidor, Alonso Jiménez de Reynoso, que se servía de su posición para conseguir yacer con su amada, doña María de Lara. Nada nuevo bajo el sol: ni los amoríos, ni el abuso de poder.
Góngora explica con todo detalle las estrategias de las que se servía la pareja para retozar sin producir demasiado escándalo. Resulta que el servidor del Santo Oficio tenía oculta a su dama en “un aposento alto que llaman de la Torre”, adonde la llevaban por una escalera falsa. Para llegar hasta allí, don Alonso no tuvo más remedio que derrumbar una muralla de nueve pies de ancho. Salvado el obstáculo, el inquisidor podía trasladarse en cualquier momento para realizar el oportuno apareamiento. Cuenta Góngora que luego se veían colgadas las camisas con “las inmundicias y suçiedades hordinarias de semejantes actos”.
Fue Góngora un tipo adusto y serio, como lo pintó Velázquez, o “un perro de los ingenios”, como decía Quevedo? ¿Por qué denunció al inquisidor si es que, al parecer, era su amigo? ¿Ajuste de cuentas, afán de justicia, exceso de celo ciudadano? Sea como sea, gracias a su escrito sabemos que entonces como hoy las cuentas de los dislates del poderoso las pagaba el contribuyente. Y es que fue “a costa del Rey” como don Alonso tumbó la pared para llegar hasta su dama.
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