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La violencia, la policía y las escuelas (2)

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Muro de la escuela de Realengo, Río de Janeiro, donde un joven asesinó 11 niñas y 1 niño en abril de 2011 - RICARDO MORAES (REUTERS)

Buenos diagnósticos no garantizan buenas políticas, pero malos diagnósticos producen siempre malas políticas. En tal sentido, si de lo que se trata es de generar un espacio de seguridad y protección para las escuelas es bueno saber qué es lo que las ha vuelto inseguras y por qué. Sin un buen análisis de las causas que producen la violencia escolar no podremos encontrar buenos caminos para limitar sus efectos y consecuencias.

Mencionaré cinco aspectos que ponen en evidencia que la decisión de destacar policías dentro de las escuelas no contribuirá con la necesaria construcción de un clima de seguridad y paz para los alumnos y sus docentes, generando, además, nuevos y quizás inusitados problemas.

1. La especificidad de la violencia escolar.

 La violencia escolar no posee la misma lógica que la violencia callejera. Esto es obvio para cualquiera que alguna vez haya trabajado en un centro educativo. En las escuelas hay violencia, aunque ella es producto de un conjunto de relaciones que poseen un alto grado de complejidad y una especificidad que la hacen substantivamente diferente a los actos de violencia o de delincuencia llevados a cabo fuera del espacio escolar.

No cabe duda que la escuela es una caja de resonancia de todo lo que ocurre fuera de ella. La violencia, del mismo modo, es uno de los factores que interfiere de manera directa o indirecta en la cotidianeidad de todos, especialmente de los más pobres. Sin embargo, cuando la violencia entra en el ámbito escolar es procesada y filtrada por un conjunto de factores y de relaciones que la hacen portadora de una idiosincrasia y de particularidades muy características. De cierta forma, podemos decir que la violencia se traduce en clave pedagógica y su intervención obliga a poner en práctica un conjunto de saberes y conocimientos generalmente alejados del universo de las percepciones y de la formación que poseen los agentes policiales. Controlar la violencia en las calles no es igual que controlar la violencia escolar. Es discutible si la primera se garantiza con la represión y la ostentación policial. Entre tanto, es absolutamente evidente que la segunda no se logra con esos métodos, sino con un tipo de intervención de naturaleza específicamente educativa y pedagógica.

Podría, sin lugar a dudas, cuestionarse si los docentes y los directivos de los centros escolares poseen las condiciones y la formación necesaria para abordar los graves problemas de violencia que pueden producirse en la educación. Si la respuesta fuera negativa estaríamos frente a un serio problema y deberíamos actuar con rapidez. Poner policías en el interior de las escuelas no resolverá ese déficit y transferirá a los propios agentes de seguridad pública una responsabilidad que no les corresponde.

Uno de los más graves problemas que enfrenta la escuela es que ella se vacía de las funciones que le son inherentes y se le imponen responsabilidades que son ajenas. Quizás a la Policía le pasa lo mismo. Mal puede, en América Latina, controlar el delito, las altísimas tasas de homicidio, las muertes por accidentes de tránsito o la seguridad misma de los ciudadanos, y ahora deberá intervenir en los centros educativos para enfrentar los problemas de violencia que tanto preocupan a padres, alumnos y profesores. La justificativa de que los agentes de seguridad sirven para eso, no parece ser muy convincente, dada la naturaleza de la violencia escolar y las propias limitaciones que los policías tienen para controlar la violencia en los mismos barrios o en el entorno que rodea las escuelas.

Ahora bien, si de lo que se trata es que los agentes de seguridad, como en el caso de la propuesta del Estado de Río de Janeiro, complementen su bajísimos salarios haciendo ronda dentro de las escuelas durante sus días de descanso, estamos ante un problema de naturaleza diferente. La justa preocupación de los órganos de seguridad pública acerca de los problemas que residen en la prestación de servicios "privados" por parte de los agentes policiales durante los días que no están en actividad, no puede transferirse a la escuela. Los policías que cuidan el orden público en las calles trabajan un día si y dos no. Que los días que "no trabajan" vayan a hacerlo a la escuela y, en particular, a las instituciones educativas de los más pobres, refuerza la idea de que cualquier cosa que se le ofrezca a la escuela está bien y debe ser aceptada con beneplácito.

La expresión "matar dos pájaros de un tiro" suele aplicarse para describir la sagacidad de quien resuelve dos problemas con una única solución. Quizás las autoridades de Río de Janeiro hayan pensado en eso cuando tomaron la decisión de poner policías dentro de las escuelas.

2. Los casos de violencia escolar cotidianos no justifican la presencia policial dentro de los centros educativos.

 Generalmente, suelen presentarse situaciones extremas para justificar conductas o prácticas represivas. Es curioso que, cuando esto ocurre, el discurso oficial apela a la supuesta pertinencia de políticas preventivas cuando lo que se defienden son acciones de intervención de cuño autoritario que no atacan las causas de la violencia sino sus efectos. En el caso particular del Estado de Río de Janeiro, aún está muy presente el trauma vivido hace algunos pocos meses, cuando un joven armado invadió una escuela pública en el barrio de Realengo, matando 12 niños e hiriendo a más de 20. De tal forma, se sostiene que si dentro de esa escuela hubiera habido un agente policial se habría prevenido la tragedia. Una afirmación por demás precaria en su eficacia demostrativa, pero de gran poder persuasivo: si cada escuela tuviera un policía apostado en su interior, serían prevenidos este tipo de delitos horrendos.

La masacre mencionada, totalmente inusual en la historia criminal de Brasil, fue perpetrada por un joven que había sido alumno de esa escuela. Aquel día entró al establecimiento por la puerta principal, argumentando que iba a participar de una conferencia. Luego, ya en el interior de una sala de clase, abrió fuego, especialmente contra las niñas. Si la entrada de cualquier ex alumno a una escuela (o situaciones semejantes a ésta) requirieran de la asistencia policial para prevenir masacres, los centros escolares deberían disponer de un sistema de seguridad dotado de varios agentes, detectores de metales y cámaras. Aún así no hay evidencias muy concretas de que una matanza como la de la escuela de Realengo se hubiera evitado.

Por otro lado, como demostraron las investigaciones posteriores, el autor de la masacre, había sufrido acoso y diversas formas de humillación en su vida escolar. Odiaba la escuela y odiaba a las niñas, contra quien descargó su más brutal pulsión asesina, acabando también con su propia vida. Qué deberían haber hecho los docentes de ese jóven durante su tránsito por la escuela, es difícil saberlo. No cabe duda que hubo un enorme déficit de atención y cuidado. Dudo que la presencia de un policía en la escuela hubiera evitado que ese joven viviera las experiencias de sufrumiento y maltrato que lo llevarían a tranformarse en un brutal asesino. Para prevenir ese tipo de tragedias es fundamental que la escuela y sus profesionales estén en condiciones de actuar anticipadamente, creando condiciones de atención y apoyo especiales para los niños o las niñas que sufren acoso y se sienten humillados durante su permanencia en la escuela. Suponer que la Policía tendría las habilidades y los conocimientos necesarios para prevenir este tipo de acontecimientos es un error que puede tener consecuencias funestas.

(El análisis en este punto suele volverse pantanoso ya que, en América Latina, y presumo que en otros lugares del mundo, la demanda por la instalación de un sistema de hiper-seguridad en los centros escolares suele estar asociada a poderosos intereses económicos. No es menor el negocio que supone dotar a las escuelas de cámaras, monitores y detectores de metales. La vocación protectora de algunos expertos en seguridad escolar suele ser directamente proporcional a la ganancia que genera el enorme gasto en este tipo de equipamientos, sin que existan pruebas concretas acerca de su eficacia).

En suma, si de lo que se trata es de evitar masacres como la de Realengo, nada garantiza que la presencia de un policía en el interior del centro escolar sea suficiente. Más allá de este hecho trágico e inusitado, la violencia cotidiana en las instituciones educativas es de otra naturaleza y suele estar mediatizada por las relaciones, las funciones y los roles que juegan los diversos actores de la comunidad escolar. Nada que un agente policial pueda comprender o decodificar después de realizar una ronda o una revista de los sujetos que habitan la escuela, un espacio cuyos códigos, vericuetos, artimañas y sentidos desconoce.

Revista a la salida de una favela de Río de Janeiro. Los niños no escapan a la regla.

3. Los policías carecen de la formación necesaria para intervenir en el espacio escolar ante hechos de violencia o de cualquier naturaleza.

“Qué es un acto de violencia en la escuela y cómo reaccionar ante él”, constituye una pregunta de alta complejidad sobre la que se descarga una buena dosis de angustia y un sinnúmero de dudas entre los profesionales de la educación. Quizás un agente policial nunca se haya formulado semejante cuestión y, como hemos afirmado, muy probablemente los conocimientos y experiencias que disponga poco ayuden a responderla de manera adecuada. Por tal motivo, existe una alta probabilidad que, ante un determinado hecho, el policía apostado en el interior de una escuela carezca de elementos para ponderar la gravedad de lo ocurrido. Cómo evitar que el agente de seguridad no interprete de forma equivocada cierto tipo de intercambios o de relaciones entre los niños o los jóvenes, las cuales deben ser motivo de intervención pedagógica y bajo ningún aspecto de acción represiva.

Suponer que los polícias podrán prevenir "delitos" en las escuelas supone imaginar que las institucioones educativas son escenario de permanentes comportamientos fuera de la ley, donde todos los niños entran armados y consumen drogas en el recreo mientras depredan el patrimonio escolar. Un diganóstico semejante no hace otra cosa que contribuir a criminalizar la infancia y la juventud más pobre, sin que eso ayude en lo más mínimo a prevenir el consumo de drogas o la criminalidad fuera de la escuela. Por otro lado, confundir las acciones de violencia que ocurren en la escuela con un delito a ser reprimido constituye un inmenso riesgo, además de una persistente demostración de ignorancia. Del mismo modo, pensar que la forma más eficaz de prevenir actos de violencia o de indisciplina radica en la ostentación de armas y uniformes militares, no deja de ser penoso. Todo esto es una contribución tan pobre a la historia de la pedagogía como la que realizan las orquestas policiales a la historia de la música.

Los policías, en Río de Janeiro o en cualquier otro centro urbano latinoamericano, no están capacitados para intervenir en situaciones de violencia escolar porque las desconocen. Si hay que capacitarlos o no, es otro problema. Hoy, no lo están. Mientras tanto, su presencia puede empeorar las cosas. Un ejemplo de esto es el mandato atribuido para prevenir la práctica del bullying, una de cuyas funciones deberá ser asumida por los policías, según indica la propia Secretaria de Seguridad del Estado de Río de Janeiro. No tengo la menor duda que para cualquier docente enfrentar una situación de bullying es siempre un asunto complejo y delicado. ¿Tendrán los policías brasileños la respuesta a los dilemas que este tipo de práctica generan en el interior del espacio escolar? Estimo que no. Quizás acaben sumando un sufrimiento más al niño o la niña maltratados por esta práctica cruel y humillante. Cuándo y cómo intervenir será motivo de permanente duda para los agentes, lo que constituye también un grave riesgo. En efecto, en la acción policial, una mala evaluación de los condiciones existentes para la intervención pueden ser altamente peligrosas. Del mismo modo, la incertidumbre, la vacilación y el titubeo de un agente de seguridad puede acarrear consecuencias indeseadas y extremadamente graves. Es curioso que se afirme insistentemente que los docentes no saben cómo actuar para controlar la violencia en las escuelas, y se pretanda confiar esta delicada tarea a profesionales que, en su corta y muchas veces precaria formación, siquiera han analizado situaciones como las que enfrentarán en la cotidianeidad de un centro educativo.

(Continúa...)

 

Comentarios

El estado en que se encuentra una Sociedad se refleja en la escuela; los niños hacen exactamente lo que aprenden de los mayores. Si en un país abunda la miseria y los niños y adolescentes andan a su aire o incluso son utilizados como vía de escape de las frustraciones adultas, el resultado obviamente será desolador.La sensación general que dan estas noticias, es de que en muchos paises se vive ya de cualquier manera, que todo da igual; y desgraciadamente nos hemos ido acostumbrado a que a nadie le importe que unos niños sean acosados por otros.Es como si los niños y jóvenes fueran mercancía en vez de nuestros hijos, sobrinos o nietos. ¿No será que en la vida adulta sucede otro tanto?¿Podrá estar afectando a las nuevas generaciones la falta de educación y afecto dentro de la familia, y que nadie se entere de dónde están, lo que hacen ni con quien andan, cuando no están en casa o en el cole?Muchas cosas tienen que cambiar, tiene que haber una toma de conciencia de que en la escuela se están formando las generaciones futuras.Y mejor pronto que tarde.Es aberrante que se haya llegado a tener que contratar vigilantes jurados en las escuelas.Sinceramente, no entiendo que han hecho con tanto cambio de sistemas educativos y con la autoridad, que siempre han tenido y debieran seguir teniendo los profesores.

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