¡Ay, este juez!
Siendo competente, y estando oportunamente avisado de la exhumación que tenía lugar el otro día en Espinosa de los Monteros, de los restos de nueve fusilados en octubre de 1936, el juez de Villarcayo ni compareció ni prestó excusa; y correspondió a forenses privados y estudiantes universitarios certificar tales crímenes.
Hay que ponerse en el lugar de cada uno. Si el Tribunal Supremo ha condenado a un famoso colega por otra causa venida al pelo, y aun absuelto, le ha propinado dura reprimenda por haber querido tocar lo “intocable”, —el mayor genocidio de nuestra historia, 114.456 víctimas, dos tercios finalizada la contienda…— es, ciertamente, comprensible que este juez de Instrucción eluda arriesgados protagonismos.
Así estamos, y así seguiremos. Mientras España, por encima de anticonstitucionales Leyes de Amnistía y de tramposas prescripciones, no dé el paso de condenar lo que en Derecho Universal es genocidio y —consecuentemente— anule toda vestidura jurisdiccional de aquel exterminio programado; mientras en un túmulo berroqueño de Cuelgamuros, el verdugo bajo lápida de mármol se haga escoltar por 30.000 de sus víctimas, este país, más allá de avatares electorales, de problemas económicos, de primas de riesgo, etc., mantendrá otra dolencia.
La de una herida que ni se reabre, ni se cierra. Supura.— Carlos Mª Bru Purón.
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