Qué punto
Rajoy: “Es difícil imaginar un punto de partida peor”. Yo tampoco puedo.
Rajaba Rajoy en el Parlamento y, dentro de esa indiferencia que me produce tanto que esté metido en su silencio como que salga de él, me dije que, por una ocasión y sin que ocasione efectos desencadenantes, me sentía completamente de acuerdo con su frase: “Es difícil imaginar un punto de partida peor”. Yo tampoco puedo.
A veces los humanos, sin quererlo, nos convertimos en el instrumento de los dioses. Y aunque es probable que el presidente Mariano se refiriera a la pérfida herencia socialista recibida, y al consiguiente sofoco que tal descubrimiento súbito le causó, sin saberlo estaba lamiendo con su lengua la oreja de la Posteridad. “Es difícil imaginar un punto de partida peor”. Menuda inscripción, para el mármol de la Historia, especialmente por lo que podría tener de lapsus freudiano autobiográfico.
Dejando al margen esta última e interesante cuestión, así como el latente interrogante que plantea por pasiva —si tiene o no él la más remota idea de que pueda haber un punto de llegada y, entre medias, a qué dedica el tiempo libre—, reconozcamos que la realidad ya no nos permite dedicarnos a lo imaginario. Se acabó la fantasía que nos instigaba cotidianamente a construir escenarios posibles de los que podríamos huir utilizando el libre albedrío, ejerciendo así esa dialéctica entre uno mismo y su contrario, que también es uno mismo, que nos mantiene vivos y (más importante todavía) vivaces: es decir, con la conciencia crujiente y olorosa. Interiorizada la estafa —la crisis y sus circunstantes— como elemento fundamental de nuestro punto de partida, lo único que resta es la momificación, el debate embalsamador sustituyendo al parlamentario. Y el resto de nuestras existencias, convertido en una eterna procesión de Semana Santa vista desde un balcón de Valladolid.
Menos mal que Wertiti & Gallardini animan el cotarro. Gesanta.
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