Vida, política y belleza en el 'peor lugar del mundo'
La mera mención del Congo parece ir asociada la imagen de un lugar oscuro y terrible. Vienen a la cabeza expresiones como pobreza, guerra, violaciones masivas, minerales de sangre. Imágenes de niños semidesnudos que piden dinero, imágenes de rebeldes con gafas de sol luciendo sus rifles AK-47. Recuerdos del viaje al corazón de las tinieblas de Conrad. Un agujero negro en el centro de África del que nada bueno puede salir.
Clasificaciones y estadísticas como la más reciente del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo no ayudan: la República Democrática del Congo (RDC) ocupa el último lugar en el ránking mundial de desarrollo humano. Es como si oficialmente, sin evitar los clichés y las expresiones simplistas y absolutas, la RDC fuera el peor lugar del mundo.
Para llegar a Goma, la capital de la región de Kivu Norte en el este de la RDC -un país enorme con unos 75 millones de habitantes-, lo más fácil es ir por tierra desde la capital ruandesa, Kigali, hasta Gisenyi, una ciudad atravesada por la frontera y que al otro lado se convierte en Goma.
La carretera que une Kigali y Gisenyi está en perfectas condiciones y es de asfalto liso y cuidado. Transcurre por valles y colinas de un verde rabioso, el ambiente húmedo se cuela por la ventanilla, mujeres con vestidos de floridos colores trabajan la tierra exhuberante y roja, niños de ojos enormes miran el autobús desde el arcén. No hay hambre en Ruanda ni en el este de la RD Congo, aquí los problemas son otros.
Un valle en la región de los Kivus (Foto: Julien Harneis / Flickr)
La frontera entre Gisenyi y Goma, junto al blanco y el azul del lago Kivu, es poco más que una valla móvil como las de los 'parkings' de ciudad. Cruzar la inmigración ruandesa es fácil, rápido, simple. Caminas unos metros, pasas junto a la valla y estás en el Congo. Pero no parece un lugar oscuro y terrible sino que es un continuo de tierra y lago y montañas y verde. Un continuo de montañas verdes y lago azul de postal o de fotografía de fondo de pantalla con su belleza irreal.
Desde Goma, si la noche es limipia se puede ver el fulgor del volcán Nyamuragira Nyiragongo, que hace unas semanas dejó imágenes impresionantes. A su alrededor, en los bosques del parque nacional de Virunga viven algunos de los pocos gorilas que quedan en el mundo.
Cruzar la inmigración congoleña es menos fácil, más lento, más complicado. Sin formularios que rellenar, los que entran y los que salen comparten una sola cola. Los que se van son en su mayoría trabajadores de la ONU y de las ONGs que pueblan Goma. La cola no avanza y dos funcionarios congoleños la observan reclinados en sus sillas desde su oficina.
Finalmente, sin apenas preguntas, sin ocasionar demasiados problemas, sin pedir el temido soborno, devuelven el pasaporte sellado y uno camina hacia el interior de Goma, donde hordas de mototaxis esperan para introducirte en el Congo.
Una calle de Goma (Foto: Melanie Gouby)
Te alejas de la frontera por las calles de piedras o caminos embarrados de Goma, restos de asfalto, rocas, boquetes, coches todoterreno, minibuses, camiones y gente y ruido y color y vida entre las piedras y los edificios gastados de aspecto enfermizo.
La entrada al corazón de las tinieblas es, en el fondo, como la llegada a cualquier otro lugar. Hay casas y caminos y niños y vehículos y gente que sigue adelante con sus vidas sin más.
Él está seguro de que los resultados de las elecciones traerán problemas, de que la oposición tiene la mayoría y si no vence habrá enfrentamientos. A su alrededor, camionetas emiten música y llaman a votar a uno u a otro candidato mientras regueros de gente los siguen cantando y ondeando banderas de colores.
En las rotondas, puntos de referencia de una ciudad con pocas calles con nombre, Joseph Kabila y su sonrisa blanquísima miran al infinito desde carteles enormes que empequeñecen los reducidos posters de sus rivales en las paredes de Goma.
Kabila, actual presidente y favorito en las elecciones, llegó al poder con tan sólo 30 años tras el asesinato de su padre Laurent en 2001. Laurent Kabila había sido el líder que había conseguido deponer a Mobutu Sese Seko en una rebelión entre 1996 y 1997.
Sese Seko había llegado al poder en 1965 gracias a la CIA, que también había participado, junto con agentes belgas, en el asesinato del primer ministro Patrice Lumumba en 1961. Mobutu gobernó durante 32 años en los que cambió el nombre del país a Zaire e hizo de su perenne gorro de leopardo una de las señales de un régimen que pretendía ‘africanizar’ el Congo. Inteligente y carismático, Mobutu supo mover sus fichas con habilidad en el tablero africano de la Guerra Fría y aprovechó para amasar una fortuna exagerada mientra el Estado desaparecía poco a poco. Promulgó el conocido como ‘Artículo 15’, según el cual los congoleños debían hacer lo que fuera posible para sobrevivir por sí mismos. Él mismo se aplicó el cuento como nadie.
En 1994, los cientos de miles de refugiados ruandeses que huían de su país tras el genocidio entraron en masa en la zona este de la RD Congo, entonces aún llamada Zaire. Entre ellos, milicias responsables de las matanzas, que se establecieron en la región de los Kivus. El nuevo gobierno ruandés envió sus tropas a través de la frontera y grupos congoleños aprovecharon dos años después para lanzar su propia rebelión contra Mobutu.
Comenzó así la primera guerra del Congo, que apenas duró seis meses y acabó con la expulsión de Mobutu y Laurent Kabila como presidente, que nombró el país República Democrática del Congo. Pero había demasiadas cuentas pendientes y en 1998 se reincendió el conflicto entre Kabila y sus oponentes y esta vez de un modo aun más sangriento. Tropas de hasta seis países de la región entraron en la RD Congo en esta ‘Guerra Mundial Africana’, que conllevó la muerte de unos 4,5 millones de personas, la mayoría debido al hambre y a enfermedades. Entre medias, Laurent Kabila fue asesinado por uno de sus guardaespaldas y su hijo Joseph tomó el poder. En 2003 se firmó una paz precaria que no ha impedido la continuación del conflicto en los Kivus.
Este largo paréntesis histórico ayuda a comprender porqué los congoleños desconfían de “los americanos, los franceses, los ruandeses” y de los propios aspirantes a presidente, y por qué muchos, ante el vacío dejado por un Estado casi inexistente, siguen haciendo lo que sea para sobrevivir por sí mismos.
En la jornada electoral, cadenas de mensajes de texto los llaman a desconfiar de los bolígrafos de la comisión electoral. “Luchemos contra las trampas”, dice otro sms. “¿Esto también ocurre en tu país?”, pregunta Freddy Lukombo, un joven de 24 años, mientras muestra los mensajes en su móvil.
“¿Quieren que votemos y nos vayamos a casa y nos quedemos allí sin hacer nada?”, se interroga retóricamente Ezequiel Niyonzima, de 25 años y diplomado en Pedagogía, “¡No! Si no tenemos nada, lo tendremos que robar”, responde en el mejor espíritu del ‘Artículo 15’.
No pueden contar con el Estado. La seguridad corre a cargo de MONUSCO, la misión de paz de la ONU. ¿La educación? Por cuenta de iglesias y ONGs. La atención médica: ONGs.
Se forma un grupo, todos quieren hablar. “Desde Mobutu es siempre igual, los que tienen trabajo son siempre los mismos”, dice un hombre mayor. “No hay trabajo para los congoleños, sólo para los que están el poder”, asiente un hombre más joven. “Lo cierto es que necesitamos la comunidad internacional, nuestros gobernantes son corruptos”, interviene otro. La gran mayoría dicen que están en el paro y realizan trabajos ocasionales reparando motos, vendiendo cualquier cosa en las calles o echando una mano en los sitios en construcción.
Vista de un volcán desde el aeródromo de Goma (Foto: Teseum / Flickr)
Tras el día de votación, la población mayoritariamente joven de Goma y Kivu Norte vuelve a la rutina y a la búsqueda diaria de medios para subsistir. Las calles destrozadas de la ciudad, los parajes de película de las montañas, el brillo azul del lago Kivu son pintorescos testigos de la aventura de vivir en uno de los lugares más hermosos y más difíciles del mundo.
Comentarios
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.