La educación que no es inclusiva no es educación
La gestión de la escuela pública debe ofrecer los recursos y apoyos especializados a los centros ordinarios para que en ellos puedan avanzar hasta obtener el título todos los niños, independientemente de sus singularidades
No sé qué es pero, desde luego, la educación que no es inclusiva no es educación. De hecho, el sintagma “educación inclusiva” se me antoja contradictorio y con un adjetivo que —si me apuran— resuena a redundante, ya que la inclusión no debiera ser una característica más de los sistemas educativos, sino un principio rector sobre el que se asiente cualquier proceso de enseñanza y aprendizaje. Una educación no inclusiva es una forma de escolarización que separa en función del origen, las características, la capacidad y la condición personal o familiar, hasta llegar a invisibilizar precisamente a los colectivos más vulnerables o infrarrepresentados en la historia.
La inercia nos ha llevado a construir y a mantener en el tiempo modelos educativos y de organización escolar segregadores que distribuyen a las personas en razón de distintas condiciones, entre ellas la discapacidad. La llamada educación del siglo XXI tiene aún, en materia de inclusión, un regusto añejo, vetusto, que rezuma más a medievo que a la necesaria modernización acorde con el mundo contemporáneo y los aclamados derechos de la infancia. Nuestra actual idea de escuela sigue cercana, valga la analogía, a los círculos concéntricos de la Divina Comedia de Dante, que mantenían separados a los pecadores en función de la gravedad de sus pecados, en lugar de proyectarse en espacios inclusivos, respetuosos, democratizadores y plenamente accesibles para todas las personas por igual y, a la vez, según sus necesidades. Toda una alegoría de una forma de apartheid educativo que se repite en multitud de rincones de nuestra geografía.
Muchos años después de que la educación inclusiva, a través de su incorporación al ordenamiento jurídico español, pasara a ser de obligado cumplimiento en todo el ámbito nacional, la atención escolar de las personas con discapacidad sigue metida en una caverna como la que pensó Platón en La República; mientras, la sociedad —parsimoniosa— y especialmente desde esa atalaya llamada gestión política, siguen mirando embelesados también a sus paredes sumidos en el inmovilismo, con lo que se bloquea así cualquier intento de proyecto igualitarista de tal naturaleza. Queda lejos en el tiempo la Declaración de Salamanca de Principios, Política y Práctica para las Necesidades Educativas Especiales, firmada por 92 gobiernos y 25 organizaciones internacionales en 1994. En este texto ya se indicaba que “todo menor con necesidades educativas especiales debe tener acceso a una escuela normal que deberá acogerlo y acomodarlo dentro de una pedagogía centrada en el menor que cubra dichas necesidades”. Pero seguimos sumergidos en la parálisis de este principio clave incrustado en la amalgama legislativa siempre a trompicones, a excepción de puntuales avances.
El modelo educativo español, en lo que a inclusión se refiere, permanece anquilosado en un punto involutivo de otra época, con el fin de mantener esta sangrante anacronía escolar cimentada sobre el pilar de la injusticia distributiva. A la par que tenemos a un 34% del alumnado de la ESO matriculado en centros privados o concertados —he ahí un primer estadio de segregación—, según datos del Ministerio de Educación cerca de un 20% del alumnado etiquetado como de necesidades educativas especiales no acude a colegios o institutos ordinarios, sino a los llamados centros de educación especial (muchos de ellos de titularidad privada). Este es el único modelo donde muchas familias entienden que se les da a sus hijos la atención que precisan, lejos de cualquier signo de marginación. En ese sentido, está especialmente rodeado de estigmas el alumnado con discapacidad intelectual, que tiene aún menores tasas de integración en la escuela ordinaria: un reflejo palpable de una sociedad que arrincona y aísla a aquellos grupos humanos más sobrecargados de estereotipos y privados, por ende, de derechos esenciales.
Pero uno de los grandes pilares de la Lomloe, la personalización del proceso de aprendizaje, se configura, en un giro paradójico, en una de las trampas más importantes que frenan los requerimientos de una inclusión real, más allá de la pantomima permanente a la que estamos acostumbrados en políticas educativas. Los centros de educación especial tienen un número medio de alumnos por profesor mucho menor que en las escuelas ordinarias, y sus profesiones, además, tienen una adecuada formación. Es obvio el resultado: estos centros escolarizan a un perfil de alumnado, muchos de ellos con pluridiscapacidades, que precisa una mayor atención. En los centros ordinarios, en cambio, se trabaja en la diversidad con unos recursos limitados: con un personal especializado desbordado ante la complejidad de perfiles o diagnósticos y con unos equipos técnicos saturados que navegan entre la ingente burocracia y la desbordante atención directa a familias y estudiantes que encierran un mundo de injusticias estructurales que difícilmente imaginamos desde fuera.
Con esos mimbres, la tan cacareada inclusión real, frente a un modelo parcheado que amontona al alumnado con discapacidades en las aulas ordinarias solo para quedar bien ante los requerimientos de la comunidad internacional, debe avanzar como una urgencia social de primer orden, y no solo en el marco de una palpable declaración de intenciones en la nueva ley educativa. La gestión de la escuela pública en las distintas regiones de España tiene que construirse de forma progresiva con un armazón robusto de propuestas ejecutivas que vayan más allá de lo plasmado en las normas, y que nutra de una vez por todas de los recursos y apoyos especializados a los centros ordinarios para que en ellos puedan avanzar hasta titular (como dice la Lomloe, con su adaptación correspondiente) todos los niños, independientemente de sus singularidades.
Como aderezo, es fundamental diseñar un plan formativo serio y riguroso para el profesorado de a pie, con el fin de que, en unos grupos con ratios más reducidas, sean parte activa y capacitante de este cambio. Todo ello para que puedan atender y acompañar —dentro de los principios del Diseño Universal para el Aprendizaje— al alumnado de necesidades educativas como se merece, junto a sus compañeros con los que han crecido desde la infancia. Y ello en modelos organizativos como la docencia compartida, con los recursos materiales que necesiten o con estrategias basadas en el aprendizaje cooperativo, propuestas de trabajo avaladas por la investigación a pie de aula y con presencia ya formal en la última reforma legislativa.
Reconozcámoslo: la inclusión en las escuelas comunes no puede ser una efímera labor de unos pocos, y mucho menos un deseo frustrado de muchas familias que con impotencia asisten al aislamiento social de sus hijos, así como a la incomprensión que los conduce a buscar de forma forzada y con resignación otras opciones de escolarización que entienden como la única puerta para una esperanza que es, ni más ni menos, la posibilidad de alcanzar una vida plena.
La inclusión educativa es, en definitiva, una acción transformadora comunitaria que urge programar con detalle en el tiempo, bien orquestada desde un punto de vista presupuestario y que implique a todos sus agentes; un proceso ambicioso pero necesario que nos permita aprender a convivir con la diferencia y también aprender de la riqueza de esta, con todos los recursos que se precisen para no dejar a nadie en el camino. Como mantienen Ignacio Calderón y Paula Verde en Reconocer la diversidad (Octaedro, 2018), “el destino de los niños y niñas no debería depender de la suerte; el respeto a sus derechos humanos no puede ser opcional o arbitrario”. Porque sin ese giro del destino, sin ese respeto, no hay inclusión. Y, si no hay inclusión, no hay educación: lo que hay es otra cosa.
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