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Magisterio
Tribuna
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La profesión más odiada del presente

La figura del maestro continúa perdurando en cualquier horizonte de progreso, siempre con rigor y profesionalidad ante la tempestad, y a la espera de ser juzgado, una vez más, ante un nuevo curso postpandémico

Magisterio
Un docente da clase en un instituto público, en una imagen de archivo.CCOO (CCOO)

Dentro de poco terminará el verano de las murmuraciones y la eterna polémica por los meses de vacaciones del docente y regresará el mayor espectáculo del mundo: la vuelta al cole en medio de la crispación permanente y el cuestionamiento más absoluto en un delicado momento de reconstrucción socioeconómica, con la inflación por las nubes y con las grietas que la pandemia dejó en muchos estudiantes de toda España golpeados por la injusticia social. ¿Y quiénes tienen la culpa de todo? Los profesores.

La profesión docente es probablemente ahora mismo la más odiada de nuestro país o, al menos, una de ellas: lo vimos otra vez hace poco con las reacciones populares ante el mensaje viral de una madre a una profesora, donde la criticaba por su labor. Y lo paradójico es que, al tiempo, muchos afirman que es la más necesaria; llega incluso a hablarse de que representan el pilar de la sociedad, por lo que lleva aparejado un alto nivel de exigencia y un recurrente deseo de reformismo, como lo demuestran las propuestas de mejora lanzadas por el Ministerio de Educación el pasado mes de enero, cargadas de muchísimas incógnitas y de ―cómo no― una buena ración de polémica.

El imaginario colectivo está poblado de apreciaciones culturales estigmatizadas del profesorado que afloran en cada estación del año, de forma cíclica y en bucle, como los debates tuiteros que nunca avanzan: son frecuentes las opiniones sobre la idea de que son trabajadores con muchas vacaciones, numerosos puentes y festivos, con una productividad más bien escasa, pocas horas de trabajo a la semana, responsables de las desgracias de casi todos los alumnos, contar unos procesos de supervisión pueriles y condiciones laborales mucho mejores que las de otros empleos. Todo ello forma parte de la mitología que puebla la enseñanza, y llega a hablarse más de eso que de lo que aprenden o no los estudiantes.

Se cuestiona también su libertad de cátedra (derecho constitucional fundamental), para lo cual se planifican todo tipo de estrategias reprobatorias con el fin de que lleguen a sentirse perseguidos en su trabajo, en un ejercicio de hipervigilancia masiva que recuerda a la distopía orwelliana 1984. Incluso se pone en entredicho que en un amplio porcentaje alcancen su condición de funcionarios, ya que eso los convierte en trabajadores vagos a los que se les controla poco, además de conservar su estatus privilegiado dentro de la función pública a lo largo de toda su vida haciendo eso, lo justo. Ese es el callejón del gato valleinclanesco en el que tenemos que deambular con estupor desde hace décadas los que nos dedicamos a esto, hasta el punto de que pareciera que tuviésemos que pedir perdón por hacer nuestro trabajo: enseñar a los jóvenes de este país.

Pero esta sonata grotesca no es herencia del pasado; no siempre fue así. La propia palabra maestro ha cambiado sus connotaciones a lo largo del siglo XX: de personas que alcanzan un grado supremo de sabiduría con el fin de poder transmitirla a los demás (acepción habitual extrapolada a muchos campos), se ha caminado de forma significativa rumbo a la devaluación de dicha expresión, hasta el punto de que hoy en día prefiere sustituirse en el argot académico por otras palabras como profesor, docente o enseñante. Todas ellas para evitar el uso de un vocablo prestigioso en otras épocas y lleno de belleza etimológica, pero que ha cedido ante el deterioro público que arrastran los profesionales de la educación.

Reitero que, en otras épocas no tan lejanas, todo era diferente: antes, su labor social era admirada: buscaban ―como ahora― abonar el terreno idóneo para que cada alumno cultivara su verdad, y eso se valoraba sobre todo en tiempos difíciles. Así lo hicieron pensadores como Albert Camus que, pocos años antes de morir, cuando fue reconocido con el premio Nobel de Literatura, en su discurso de agradecimiento le dedicó unas palabras a su maestro en la etapa de primaria. Muy poco después, le escribió una carta personal para darle las gracias de nuevo, misiva que obtuvo respuesta por parte del docente ya retirado, poco después. En esa carta de respuesta, el Sr. Germain le decía a Albert Camus: “Creo haber respetado, durante toda mi carrera, lo más sagrado que hay en el niño: el derecho a buscar su verdad”.

El profesor destina su trabajo en gran parte a propiciar el terreno adecuado y la temperatura ideal para que cada estudiante forje esa verdad, su propia identidad cultural en el periplo hacia la madurez. Pero esa ardua y compleja labor que además conlleva un enorme coste económico para el Estado no tiene la gratitud social que le corresponde, sino justo todo lo contrario. Se da, además, una situación hasta cierto punto paradójica: el pasado siglo, que fue avanzando hacia el reconocimiento progresivo de los derechos de la infancia, produjo a la inversa un proceso de deterioro de la opinión sobre los maestros.

La búsqueda de cada verdad en el pensamiento de cada niño, que va cimentando los entresijos de su edificio vital en las etapas de su crecimiento, fue dando paso de forma creciente a una controversia ―plagada de ignorancia― ante las capacidades y funciones del docente, cada vez más sobrecargadas y burocratizadas, sí, y también cada vez más puestas en entredicho. Pero hay algo que hace que este engranaje cada vez más oxidado siga funcionando: tal y como afirma Francisco Imbernón en su libro Ser docente en una sociedad compleja (2017), se sabe que, por más que empeore su imagen, se cercenen sus condiciones laborales o se le siga faltando el respeto por parte de un sector de la sociedad que hace más ruido del que debiera, “el profesorado continuará haciendo todo lo posible, todo lo que esté en su mano, para lograr una mejor educación de la ciudadanía.”

Y todo ello porque, en un presente poco esperanzador, la figura del maestro continúa perdurando en cualquier horizonte de progreso, siempre con rigor y profesionalidad ante la tempestad, y a la espera de ser juzgado, una vez más, ante un nuevo curso postpandémico en el que aterriza con retraso el remozado engranaje curricular a las aulas, aquello que unos pocos idearon en despachos para una universalidad que nos rodea y aturde. En este momento, son importantes esos maestros de los que hablaba Jesús Palacios en La cuestión escolar (1978), los “que realizan un auténtico trabajo de Sísifo en su lucha contra la inercia y la disfuncionalidad del aparato escolar.”

Y, en este escenario hostil, en una carretera de leyes plagada de curvas y socavones, esperando a que llegue un nuevo giro de guion mediante otra pasmosa ocurrencia, los maestros siguen estando ahí, salvando los muebles de ese mismo presente en el que son vilipendiados hasta la saciedad. Ellos permanecen, ocurra lo que ocurra (como nos demostró el fatídico confinamiento), con generosidad, mimando cada instante que pasan en el ahora, junto a sus alumnos, dentro de un mismo “colectivo pedagógico”, en palabras de Makarenko, que nos lleva a creer en una idea comunitaria de escuela del presente. En ello está lo mejor y lo más importante de la profesión ya que, como también dijo Camus, “la verdadera generosidad hacia el futuro está en darlo todo al presente”.

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