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Una nueva era para los tipos de interés: así es la política monetaria que viene (y cómo afecta a su bolsillo)

Estados Unidos y la zona euro se preparan para bajar el precio del dinero. Los desafíos económicos futuros sugieren, además, cambios más profundos en los parámetros utilizados por estos organismos para tomar sus decisiones

Desde la izquierda, Christine Lagarde (BCE), Kazuo Ueda (Banco de Japón) y Jerome Powell (Reserva Federal), en Jackson Hole (EE UU)
Desde la izquierda, Christine Lagarde (BCE), Kazuo Ueda (Banco de Japón) y Jerome Powell (Reserva Federal), en Jackson Hole (EE UU), en agosto de 2023.Natalie Behring (GETTY IMAGES)
Lluís Pellicer

Mario Draghi llevaba solo un año al frente del Banco Central Europeo (BCE) cuando dos periodistas alemanes le preguntaron si se sentía cómodo viviendo en el país del Bundesbank. El italiano no eludió el envite. La distancia que en 2012 había ya entre ambas instituciones, separadas por un paseo de 20 minutos en bici, era más que obvia. “En estos momentos tenemos opiniones diferentes sobre la mejor manera de contener la crisis”, respondió. El sector más laxo del BCE había logrado imponer sus tesis para sacar a Europa de la penuria económica, aun a costa de romper con los principios más sagrados de la ortodoxia: compraron deuda a mansalva y fijaron tipos ultrabajos, incluso negativos. Esa misma receta se siguió en Washington, Londres o Tokio.

Pero el mundo cambió tras la pandemia. La primera crisis inflacionista en cuatro décadas devolvió el poder a los halcones, que emprendieron una abrupta subida de los tipos de interés y pusieron fin a las compras masivas de deuda para devolver las subidas de precios al 2%. Con ese objetivo ya al alcance de la mano —y con una situación de estancamiento en Europa— los bancos centrales cambian el tono y encaran ya las primeras bajadas de tipos. El gran interrogante es cuán rápidas y profundas serán. Y si una vez superada esta crisis, el mundo no requerirá de nuevas reglas monetarias.

Los bancos centrales se han plantado ya en el kilómetro final de la lucha contra la inflación. Y en Europa, por ahora, se está deshinchando más rápidamente de lo previsto. La crisis energética, que disparó el IPC por encima del 10% en otoño de 2022, obligó al BCE a prescindir de hojas de ruta y guiarse solo por los informes que iba recibiendo. La institución presidida por Christine Lagarde sigue autoproclamándose “dependiente” de los datos que tiene en su poder en cada momento. Y he aquí los principales. Uno: la inflación en los países de la moneda única se situó en el 2,6% en febrero, con la subyacente en el 3,1% y las previsiones apuntando a que este año el IPC estará en el 2,3% y a mediados de 2025 ya se situará en el 2%. Dos: las subidas de tipos siguieron trasladándose a la economía, de modo que en enero los créditos a empresas descendieron un 0,2% y los préstamos a hogares, un 0,3%. Y tres: la economía sigue estancada, con Alemania en recesión. Toda esa información estaba sobre la mesa del último consejo del BCE, pero decidió mantener los tipos en el 4,5% y la facilidad de depósito en el 4%.

Los analistas creen que el BCE espera a rebajar el precio del dinero, en máximos desde comienzos de la década de 2000, a que lo haga la Reserva Federal que, con los tipos en el rango de entre el 5,25% y el 5,5%, sigue sin mover ficha. Lagarde niega que sea así. “El BCE actúa de forma independiente y haremos lo que tengamos que hacer cuando tengamos que hacerlo”, sostuvo con rotundidad en su última comparecencia. La situación es distinta en Estados Unidos que en Europa: la inflación repuntó en febrero hasta el 3,1%, la economía está todavía sobrecalentada y la Administración de Joe Biden sigue apostando por los estímulos. “Si Estados Unidos baja los tipos de interés, no creo que el BCE tarde. Los dos bancos centrales han ido colaborando en el tiempo y no veo que eso vaya a cambiar”, afirma Evi Pappa, profesora de Macroeconomía de la Universidad Carlos III.

Europa aún transita en un entorno de elevada incertidumbre por la guerra de Ucrania. Aun así, algunos analistas creen que Fráncfort vuelve a ir tarde. El BCE ya tuvo que entonar el mea culpa por haber demorado la subida de tipos. Ahora corre el riesgo de no llegar a tiempo al proceso de desinflación, máxime cuando las decisiones de política monetaria tardan entre 12 y 18 meses a trasladarse por completo a todos los recovecos de la economía real. Otros bancos centrales han empezado ya a rebajar los tipos. Lo han hecho Brasil, Chile o México. Pero ya no son solo los emergentes, puesto que Suiza ha decidido no esperar a Washington y recortar tipos. “Deberían bajarlos ya. La inflación está cercana al objetivo del 2%. No hay razón para mantenerlos tan altos durante tanto tiempo, porque pueden desencadenar una recesión. Corren el peligro de cometer el mismo error que al principio de la crisis inflacionista”, dice Paul De Grauwe, profesor de la London School of Economics. Caso aparte es el de Japón, cuyo banco central acaba de dictar una subida de los tipos del interés, aunque hasta el 0,1%.

Los miembros del BCE siguen posicionándose en vistas al próximo cónclave de abril y, en especial, al de junio. Los halcones se agarran a la fortaleza de los mercados laborales y al poder de negociación de los trabajadores para esperar al menos tres meses antes de realizar el primer movimiento. Las palomas, por su parte, advierten del mediocre crecimiento de la zona euro y de que se requerirán bajadas más enérgicas si la decisión sigue retrasándose.

Pulso interno

Pero el sector más ortodoxo sigue con el control y marca los tiempos. Si bien los gobernadores de Francia o Portugal habían presionado para tener bajadas en primavera, desde Eslovaquia o los países bálticos se apuntaba a verano. Lagarde ha vuelto a desempatar a favor de los guardianes de la disciplina. En un discurso en la Universidad Goethe de Fráncfort, la jefa del BCE recordó que la institución está en una “fase de mantenimiento” y que la reversión de la orientación de la política monetaria se producirá si se constata una evolución favorable de “tres factores internos”: el crecimiento de los salarios, los márgenes de beneficios y la mejora de la productividad. Por las fechas de actualización de esos datos, se desprendió que la primera bajada de tipos de producirá en junio. “La bajada se está demorando. Y el ritmo puede ser más lento de lo que se creía si no es por la fuerza de los datos. Es decir, que la realidad les acabe obligando a ir más deprisa”, apunta Antoni Garrido, catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona.

Escultura sobre el euro en el centro de Fráncfort, sede del BCE.
Escultura sobre el euro en el centro de Fráncfort, sede del BCE. KIRILL KUDRYAVTSEV (AFP/GETTY IMAGES)

“El BCE en algún momento tendrá que recortar los tipos de interés, pero no es fácil decir cuándo y en qué medida. Llegaron tarde para subirlos y espero que lleguen tarde para revertirlo”, advierte Maria Demertzis, investigadora del think tank Bruegel. Charles Wyplosz, profesor del Graduate Institute de Ginebra, coincide en que el BCE debería acelerar el paso. “En Europa, las políticas fiscales se han ido endureciendo y el crecimiento es mísero, por lo que el BCE nuevamente se está quedando atrás de la curva”, apunta. “El problema es que el Consejo de Gobierno del BCE está dividido según líneas ideológicas, por lo que es difícil iniciar cualquier cambio de política”, agrega Wyplosz. Francia, España e Italia han presionado para que haya bajadas, mientras que Alemania, Eslovaquia o Austria han intentado demorarlas. Sin embargo, va construyéndose un consenso para un recorte en junio. Frederik Ducrozet, director de Análisis Macroeconómico de Pictet WM, cree que la mayoría de los halcones, empezando por la alemana Isabel Schnabel, se hallan en un “modo pragmático”, por lo que ve probable la bajada a comienzos de verano. “El debate está en qué ocurrirá a partir de ahí, en julio”, sostiene Ducrozet, quien ve clave la opinión de algunos indecisos, como el holandés Klaas Knot.

Si no hay nuevos imprevistos, por ahora se impone la tesis de ir suavizando la política monetaria con recortes pequeños y graduales, acompasados con los datos que lleguen. Sin embargo, entre el sector más heterodoxo empieza a cundir la convicción de que, una vez se abra la mano, el consejo deberá afrontar el debate sobre hacia dónde debe encaminarse la política de tipos de interés. Con los halcones al mando, los bancos centrales difícilmente volverán a la política de tipos cero o negativos. “Los días de los tipos ultrabajos son historia”, afirmó el presidente del Banco Internacional de Pagos, Agustín Carsterns, también en la Universidad Goethe de Fráncfort.

En la década pasada, Draghi llevó los tipos a ese terreno para que el crédito fluyera a mayor velocidad en una moribunda economía europea. Ahora, los analistas monetarios esperan que la tasa de facilidad de depósito —que está en el 4%— se sitúe en un rango de entre el 2% y el 2,5% a largo plazo, según el BCE. Eso lleva a banqueros centrales, analistas y académicos a volver al debate sobre cuál es ahora el tipo de interés natural, es decir, aquel que prevalece cuando la actividad económica se halla con todos sus recursos a máxima capacidad y la inflación está en el objetivo de la autoridad monetaria.

Isabel Schnabel, miembro del comité ejecutivo del BCE, ha sido la última en opinar al respecto. Y ha lanzado dos reflexiones. La primera pasa porque los tipos neutrales se situaron en el pasado en niveles ultrabajos al generarse mucho ahorro, en detrimento de la inversión. Sin embargo, en los próximos años Europa afronta grandes retos de carácter geopolítico, tecnológico y energético que supondrán inversiones masivas y que podrían relanzar la inversión. Y segundo, la política monetaria por sí misma también tiene una gran influencia sobre esas tasas al poder cambiar las perspectivas de los agentes económicos. Un documento elaborado por varios economistas, entre ellos Galo Nuño y Joel Marbet del Banco de España, en Voxeu, apunta que “el aumento de los tipos reales a largo plazo parece reflejar” una subida de los tipos naturales. “Esta dinámica puede explicarse por las revisiones de la estrategia de política monetaria de la Reserva Federal y el BCE de 2020 y 2021″, apunta el informe, que atribuye a esas dos reformas la reducción de la probabilidad de volver al 0% en un futuro.

Una cuestión técnica

El debate sobre esa tasa –en jerga de los analistas, conocida como r*– es, en todo caso, eminentemente técnico. “A lo largo de los años, la gente ha explicado el bajo r* con una sucesión de historias, cada una diseñada para reemplazar la anterior que ya no era válida: exceso de ahorro, menores costes de inversión, demografía, baja productividad... Estoy esperando impacientemente que se reconozca que r* es un concepto importante del que no sabemos casi nada y, por tanto, no es una herramienta para conducir la política monetaria”, critica Wyplosz. “El debate sobre el tipo neutro es muy teórico”, coincide Paraskevi. “No sé exactamente dónde queda, pero no debe ser un lugar muy alejado del 0% en términos reales. No veo que hayan cambiado los fundamentales de la economía y persisten retos, como el envejecimiento de la población”.

Operadores de la Bolsa de Nueva York siguen el discurso de Jerome Powell, presidente de la Fed, el 20 de marzo.
Operadores de la Bolsa de Nueva York siguen el discurso de Jerome Powell, presidente de la Fed, el 20 de marzo. Craig Ruttle (AP Photo/LAPRESSE)

Hay quien cree, sin embargo, que la política monetaria de los próximos lustros deberá a ser bastante laxa para afrontar los desafíos futuros. Los informes de los organismos internacionales, del FMI a la OCDE, apuntan a que la economía europea remontará en 2025 y 2026, pero con una expansión mediocre, de alrededor del 1,5%. Y después de tres años con unos estímulos extraordinarios, los países regresan ahora a la disciplina fiscal, con los fondos europeos encarando su recta final. Europa busca incrementar grandes partidas estratégicas: la defensa, que se antoja un dispendio de primer orden dadas las tensiones geopolíticas; la industria verde, y la digitalización. Las dudas sobre la capacidad de inversión tanto del sector público como del privado hacen pensar en que los gobiernos necesitarán una política monetaria que les permita acudir a los mercados sin dificultades.

El debate del tipo natural o neutral conduce a otro. Si el mundo va a sufrir cambios estructurales, ¿deben los bancos centrales acompañarlos? En otras palabras, ¿cabe subir el objetivo de inflación del 2% al 3%? Fuentes financieras son claras sobre ese debate: ahora no es el momento, puesto que dañaría la credibilidad de las instituciones monetarias en plena batalla contra la inflación. “¡Los bancos centrales deberían mantener sus objetivos de inflación ahora que no los alcanzaron!”, exclama Wyplosz, quien prefiere el 3% al 2% porque daría más margen de maniobra. “Pero no es realista”, admite. “Es muy difícil predecir cuál será el efecto del cambio climático y el envejecimiento sobre la inflación. Hay muchas opiniones encontradas al respecto. Creo que podría tener el efecto de crear un pequeño aumento de la inflación estructural. Esto juega a favor de una meta de inflación ligeramente superior al 2%. Mi objetivo preferido sería el 3%. No más”, apunta De Grauwe.

Draghi está inmerso en un informe de propuestas para que Europa no pierda el tren de la competitividad. En un discurso en un acto de la Asociación Nacional de Economistas Empresariales de Estados Unidos, mandó un mensaje a su antiguo despacho del BCE. “La política monetaria enfrentará un entorno desafiante en los próximos años, en el que, más que nunca, tendrá que distinguir entre inflación temporal y permanente, entre crecimiento salarial de recuperación y espirales autocumplidas, y entre las consecuencias inflacionarias de un buen y mal gasto público”, advirtió. Y añadió que los bancos centrales deberán ser muy “meticulosos” a la hora de calibrar sus expectativas de inflación para contribuir “a una estrategia política general sin comprometer la estabilidad de precios o su independencia”. Después de esta crisis inflacionista, pues, los bancos centrales están llamados a otras misiones. El BCE ya ha asumido la del cambio climático, con no pocas resistencias dentro y fuera de la institución. Una prueba de que deberán afinar bien su brújula.

Un punto de inflexión para los balances

La anemia económica de la década pasada y el batacazo de la pandemia obligaron a los bancos centrales a lanzar planes masivos de deuda para dar oxígeno a sus mercados. Solo durante la crisis de la covid-19 las cuatro grandes instituciones monetarias mundiales –Washington, Fráncfort, Londres y Tokio— lanzaron programas por valor de ocho billones de euros, según el think tank Atlantic Council. Los institutos monetarios ahora han ido soltando lastre, pero de forma progresiva. El BCE empezó por poner fin a las adquisiciones de deuda de sus dos grandes programas y buscó cortar las barras libres de liquidez a la banca. En 2022, redujo su balance de 8,56 a 7,95 billones de euros. Y el año pasado lo dejó en 6,9 billones. Eso sí, el coste fue sus primeros números rojos de casi 8.000 millones, que pudo reducir a 1.266 millones tras emplear provisiones.
Los miembros más heterodoxos del BCE temían que el drenaje de la cartera de bonos pudiera provocar un aumento de los intereses de la deuda soberana. Al inicio de la subida de tipos, de hecho, las primas de riesgo de los países se dispararon por miedo a una nueva crisis de deuda. Los países lanzaron entonces un instrumento para combatir esa fragmentación de los mercados de bonos (TPI, por sus siglas en inglés). Y funcionó: la deuda ha aguantado en niveles razonables y las primas de riesgo se han mantenido a raya. Ese sector de la autoridad monetaria logró, además, que las reinversiones del programa vinculado a la pandemia (PEPP) se mantuvieran de algún modo hasta finales de este año, dando margen al BCE a usar otras herramientas antes de recurrir a la artillería pesada.

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Sobre la firma

Lluís Pellicer
Es jefe de sección de Nacional de EL PAÍS. Antes fue jefe de Economía, corresponsal en Bruselas y redactor en Barcelona. Ha cubierto la crisis inmobiliaria de 2008, las reuniones del BCE y las cumbres del FMI. Licenciado en Periodismo por la Universitat Autònoma de Barcelona, ha cursado el programa de desarrollo directivo de IESE.
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