_
_
_
_

La Francia fea es la Francia real

El Gobierno quiere adecentar las zonas comerciales y sus alrededores. No será fácil. Los novelistas ya han convertido estas zonas en paisaje y personaje literario

Francia
Centro comercial de Sevran, en los suburbios de París.William Keo ( Magnum Photos / ContactoPhoto ) (William Keo / Magnum Photos / Co)
Marc Bassets

Es la Francia que no se parece a Francia. O al menos, no se parece a imagen de Francia que tenemos en la cabeza. Llegas en coche a una zona comercial, con su inmenso aparcamiento y sus hipermercados, o te sientas en el McDonald’s y piensas: “Estoy en Francia, pero podría estar en cualquier otro lugar”.

Porque este paisaje —el de las zonas comerciales e industriales en las periferias urbanas— puede encontrarse hoy en Francia, pero también en España o en Estados Unidos y en tantos otros países occidentales. No es la Francia de la baguet y la torre Eiffel. Ni la del pueblecito con su campanario, su coqueto Ayuntamiento, su café de la esquina, su charcutería con productos de la tierra y su monumento a los muertos de la I Guerra Mundial. La Francia fea, la llaman, y el Gobierno francés quiere adecentarla.

En septiembre, Bercy —el superministerio de Economía, Finanzas y Soberanía Industrial y Digital— presentó un plan para embellecer las zonas comerciales y hacerlas más respetuosas con el medio ambiente y más humanas. Más bellas, también.

Los objetivos son loables. Las posibilidades de alcanzarlo son escasas. La Francia fea está demasiado arraigada para desaparecer. Ya lo vislumbró Flaubert a mediados del siglo XIX: “El industrialismo ha desarrollado lo feo en proporciones gigantescas”. Si la gran literatura refleja, en cada época, el alma de un país, hoy la Francia fea es un auténtico paisaje, y hasta un personaje literario.

Lo recordaba, en EL PAÍS, la periodista Carla Mascia, quien explicaba cómo, en la obra de la nobel Annie Ernaux, las zonas comerciales parecían como el espacio donde “se moldean los inconscientes”, “nacen los pensamientos”, “las emociones”, “los recuerdos”. Son los barrios de casas adosadas y unifamiliares donde viven más de la mitad de franceses, las grandes superficies donde todavía son más los que acuden a hacer las compras, en vez del centro del pueblo o la ciudad. Si se juntasen las 1.500 zonas comerciales de Francia, sumarían una extensión equivalente a cinco veces la de París. Una megápolis o un pequeño país.

Y, como toda nación, esta imaginaria República de la Francia fea tiene sus bardos. Uno es Annie Ernaux. El otro es Michel Houellebecq. En la novela Serotonina designó la que podría ser su capital: Niort, “una de las ciudades más feas que haya podido ver”. En Niort se indignaron. Houellebecq lo había teorizado antes, en el ensayo Aproximaciones al desconcierto, donde propugnaba una literatura que “hurgue en la basura” y “lama las heridas de la infelicidad”. Añadía: “Una poesía paradójica de la angustia y la opresión ha podido nacer en medio de los hipermercados y los edificios de oficinas”.

Una imagen hiperreal

Podría creerse que hablamos de no-lugares, de aquel “que se ofrece a la individualidad solitaria, a lo pasajero, a lo provisional y a lo efímero”, como escribió el antropólogo Marc Augé en su clásico ensayo No-lugares.

Pero no son no-lugares. O no solo. Son lugares. Y vaya lugares. Todas las veces que, al salir de París para hacer un reportaje, encontrándome en una de estas periferias indistintas, sin saber ya si estaba en el sur o en el norte, el este o el oeste, porque todo se ha vuelto indistinto, observando a los franceses con su carrito de la compra en el híper o en familia en el restaurante de comida rápida, en todas estas excursiones a la Francia fea no he podido dejar de pensar que no hay mejor observatorio para desentrañar el misterio francés. Quizá jamás llegue a ser una Francia bella, pero es una Francia bien real. Hiperreal.

Aquí puede consultar las últimas Cartas del corresponsal

Sigue toda la información de Economía y Negocios en Facebook y X, o en nuestra newsletter semanal

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Marc Bassets
Es corresponsal de EL PAÍS en París y antes lo fue en Washington. Se incorporó a este diario en 2014 después de haber trabajado para 'La Vanguardia' en Bruselas, Berlín, Nueva York y Washington. Es autor del libro 'Otoño americano' (editorial Elba, 2017).

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_