¿Cuánto tiene que bajar la inflación?
Me preocupa que un objetivo de precios del 4% puede ser demasiado alto, pero el 3% casi seguro que no lo es
La inflación ha descendido considerablemente. El precio de la gasolina está muy por debajo de su máximo de 1,3 dólares el litro. Como señalaba un informe reciente de la Casa Blanca, actualmente los precios de los alimentos, que se dispararon el año pasado, están bajando, y es posible que en los próximos meses bajen aún más.
Y todo esto ha ocurrido sin un gran aumento del desempleo. Pero, ¿hasta dónde llegará la “desinflación inmaculada”? ¿Nos devolverá al objetivo del 2% de la Reserva Federal?
No pregunten a los economistas. O, para ser más precisos, no nos pregunten a menos que estén dispuestos a verse envueltos en un debate enormemente tendencioso. Mi bandeja de entrada está llena de dictámenes convencidos de que la inflación desaparecerá pronto, así como de otros que declaran con la misma seguridad que volver al 2% requerirá una recesión y un periodo de desempleo mucho más alto. ¿Cuál es mi opinión? No lo sé. Pero me preocupa que hayamos pasado la parte fácil, y que lograr que la inflación baje del 3% al 2% sea mucho más duro que hacer que descienda del 10% al 3%.
Lo cual me lleva a preguntarme por qué, en cualquier caso, el objetivo es el 2%. La verdad es que la historia de este porcentaje es bastante extraña, y hay buenos argumentos a favor de uno más elevado.
Los objetivos de inflación son un fenómeno relativamente reciente. El primer banco central en introducirlo fue el Banco de la Reserva de Nueva Zelanda, que establece la política monetaria para cinco millones de personas y 25 millones de ovejas. En 1990, el organismo lo fijó entre el 1% y el 3%, y gradualmente, muchos otros países lo imitaron.
Sin embargo, culpar a Nueva Zelanda, aunque sea gracioso, no cuenta la verdadera historia. Lo que ocurrió principalmente fue que, en la década de 1990, un objetivo del 2% parecía dar respuesta simultáneamente a las preocupaciones de dos facciones políticas opuestas.
En un bando estaban los economistas que creían que el papel esencial de la política monetaria ‒tal vez incluso su deber moral‒ era estabilizar los precios. Al fin y al cabo, el dinero es una vara que utilizamos para medir la actividad económica, y ellos sostenían que esta vara no debía cambiar de medida constantemente.
En el otro bando estaban los economistas a los que les preocupaba que una tasa de inflación demasiado baja pudiera mermar la capacidad para combatir las recesiones. La Reserva Federal y sus homólogos de otros países intentan gestionar la economía principalmente a través de su control sobre los tipos de interés a corto plazo, pero estos tipos no pueden bajar mucho de cero, porque unos tipos negativos solo llevarían a que la gente acumulara fajos de 100 dólares. Una tasa de inflación más alta tiende, en igualdad de condiciones, a hacer que suban los tipos, y reduce la probabilidad de que, en caso de recesión, la Reserva Federal llegue al límite inferior cero y no pueda reducirlos más.
En realidad, es un conflicto de opiniones. Sin embargo, a finales de la década de 1990 parecía que un 2% de inflación satisfaría a ambas partes.
Muchos economistas que creían en los precios estables también pensaban que las estadísticas oficiales sobre precios exageraban la inflación porque, entre otras cosas, no acababan de dar el crédito que merecen a los beneficios generados por la introducción de nuevos productos. Por ejemplo, la comisión Boskin, nombrada por el Senado para revisar los ajustes del coste de la vida para la Seguridad Social, sostenía que la “verdadera” inflación estaba más de un punto porcentual por debajo del índice oficial de precios al consumo. Si uno aceptaba ese cálculo, podía argumentar que una inflación oficial del 2% se aproximaba en realidad a unos precios estables.
Al mismo tiempo, los economistas preocupados por la lucha contra la recesión creían que un objetivo del 2% sería lo bastante alto como para eliminar en gran medida el problema del límite inferior cero. Un influyente artículo de David Reifschneider y John Williams (actualmente presidente de la Reserva Federal de Nueva York) publicado en 2000 calculaba la probabilidad de alcanzar el límite inferior cero con distintas tasas de inflación. Basándose en los datos disponibles en aquel momento, los autores pensaban que una inflación del 2% haría que el problema despareciese.
Pero se equivocaban. De hecho, hemos pasado gran parte del tiempo desde que se publicó ese artículo en el límite inferior cero pese a que la inflación media se ha situado en torno al 2%.
Es verdad que los tipos de interés son altos ahora que la Reserva Federal está luchando contra la inflación, pero no podemos dar por hecho que esto vaya a continuar así. Por lo tanto, un pilar fundamental de la regla del 2% ha desaparecido. Y hace una década, bastantes economistas ‒yo entre ellos‒ abogábamos por subir el objetivo, por ejemplo, al 4%.
Los gobernadores de los bancos centrales aborrecen esa idea. He estado en salas llenas de hombres con trajes grises en el momento en que alguien mencionaba la posibilidad de un objetivo de inflación más alto, y las reacciones no eran agradables. Pero, al parecer, la principal preocupación tiene que ver con la sensación de que los gobernadores perderían credibilidad. ¿Es esa una razón suficientemente buena para imponer un alto nivel de desempleo si resulta necesario para devolver la inflación al 2%?
Actualmente, mi opinión al respecto ha evolucionado un poco. Uno de los aspectos positivos del reciente brote inflacionario es que las expectativas de la gente sobre la subida de los precios a medio plazo se han mantenido más o menos “ancladas”; no ha habido ningún indicio de una espiral de salarios y precios como la de la década de 1970.
No creo que esto sea un reflejo de la credibilidad de la Reserva Federal, porque no creo que mucha gente del mundo real fuera de los mercados financieros tenga siquiera una idea clara de qué es la Fed, y mucho menos de su objetivo de inflación. Más bien lo que probablemente refleje sea un largo periodo durante el cual la inflación estuvo lo bastante baja como para que la gente ya no sintiera la necesidad de pensar en ella. Esta falta de atención constituye una ventaja en sí misma ‒una fuente menos de estrés mental‒, y además predispuso a la gente a reaccionar a la subida de los precios como a algo temporal, de manera que esta no se enquistó en la fijación de precios y salarios.
Por lo tanto, así lo pienso ahora, hay buenas razones para fijar un objetivo de inflación lo bastante bajo como para que la gente deje de hablar de la inflación. Y un hecho alentador reciente ha sido un marcado descenso del protagonismo del alza de los precios en las conversaciones en nuestro país. Según Gallup, el pasado octubre el 20% de los ciudadanos consideraba que la inflación era nuestro problema más importante; en abril, este porcentaje había descendido al 9%.
O sea, que la gente piensa mucho menos en la inflación, y su interés probablemente decaerá hasta ser normal a medida que bajen los precios de los alimentos.
La pregunta es cómo de bajo tiene que ser el objetivo de inflación para que la gente pierda el interés. Me preocupa que el 4% pueda ser un poco demasiado alto, pero el 3% casi seguro que no lo es.
En ese caso, ¿estaríamos dispuestos a pagar un alto precio para lograr que la inflación baje del 3% al 2%? No se trata de una pregunta hipotética sobre una posibilidad remota. Puede que sea justamente la pregunta a la que se enfrenten los responsables políticos dentro de unos meses. ¿Pondrá la Reserva Federal a prueba la economía para alcanzar un objetivo de inflación que ahora sabemos que se basaba en viejas simulaciones que resultaron ser erróneas?
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