Crisis, democracia e igualdad
La polarización se puede interpretar como la desafección hacia un sistema económico que ha defraudado
Richard J. Evans nos explica en La lucha por el poder (Crítica) cómo, durante la primavera de las naciones en la primera mitad del siglo XIX, los movimientos sociales, burgueses y proletarios se erigieron contra el establishment en búsqueda de nuevas oportunidades y libertades. Estas revoluciones brotaron y se extendieron por Europa y más allá. Aunque las razones que movieron cada una de estas revoluciones fue variada, la brecha que la revolución industrial había abierto entre las rentabilidades del trabajo y del capital desestabilizó la secular relación entre fuerzas sociales y políticas. Desde entonces, los grandes cambios de las sociedades derivaron en variaciones traumáticas.
Y es que es evidente que las grandes crisis sociales y económicas no son inocuas para la estructura y clasificación de los valores comúnmente aceptados por las sociedades occidentales. Los ideales de libertad y democracia son claramente un logro de la sociedad europea tras siglos de lucha, pero que no han tenido fácil no solo su imposición sino incluso su mantenimiento. Especialmente durante y después de cada una de las grandes crisis económicas que las han azotado. Sus valores de tolerancia y libertad se han visto no solo cuestionados, sino, en algunos casos, temporalmente demolidos con consecuencias muy dolorosas.
Sin embargo, a pesar de lo traumático de los cambios, y ensangrentados paréntesis, capitalismo y democracia avanzaron simbióticamente en los últimos 150 años, quizás porque la segunda favoreció a la primera. Como argumentaron Daron Acemoglu y James Robinson, durante la construcción de las sociedades democráticas modernas, la ampliación del derecho al voto pudo consolidar y realimentar dicho proceso evolutivo hacia sociedades más integradoras, iguales y libres. La consolidación del voto en colectivos antes marginados elevó la recurrencia de políticas cada vez más redistributivas, que integraban a grupos de población antes despreciados. El cambio en la tendencia que supuso la segunda mitad del siglo XIX y los dos primeros tercios del XX —salvo el periodo 1914-1945— puede suponer una evidencia de esta tesis. La desigualdad descendía a la par que el capitalismo y el sistema de mercado, tal y como lo conocemos hoy, se consolidaban. Así pues, la democratización no será una consecuencia del desarrollo económico y de la reducción de desigualdades, sino una causa.
Centrándonos en el hoy, si esta tesis es correcta, el debilitamiento de la capacidad de amortiguación de los programas redistributivos como consecuencia del cambio tecnológico, de la globalización, de los efectos de la crisis financiera o la parcial desnacionalización de las políticas fiscales y monetarias pudiera estar teniendo una consecuencia contraria. Dado que el derecho al voto puede no servir a la sociedad para exigir el mantenimiento de estas transferencias que hagan equilibrar la distribución de la riqueza, podríamos asistir a una involución, donde se llegue a considerar que el voto no es un medio para alcanzar mejores posiciones en bienestar y con ello tratar de minar no solo el simbolismo que esto supone, sino todo lo que con ello se iría y que lo sustenta: los valores democráticos y la defensa de las libertades.
Los economistas Manuel Funke, Moritz Schularick y Christoph Trebesch analizaron en 2015 la evolución de la composición de los diferentes Parlamentos occidentales en el último siglo y medio. El objetivo de este estudio era evaluar cómo esta composición, traducción de la voluntad de los ciudadanos, no solo en cuanto a políticas deseadas sino como percepción de la sociedad que deseaban, cambiaba como consecuencia de choques económicos más o menos intensos. La principal conclusión del trabajo era que, después de las crisis financieras, los Parlamentos se polarizaban, dando cabida a partidos extremos a izquierda y derecha. Dicha polarización podría interpretarse como una desafección por parte de los ciudadanos a un sistema económico que durante dichos años los habría defraudado.
Y henos aquí, experimentando de nuevo cambios que generan enormes retos que afrontar una década después de la mayor crisis financiera vivida por nuestra generación y una pandemia con consecuencias inciertas. Y ante este riesgo, ¿cómo actuar? ¿Cómo encontrar un equilibrio deseado mientras se busca, con una mano, sostener las políticas que eviten la desafección de los colectivos más vulnerables de la sociedad mientras, con la otra, debemos resolver los graves desequilibrios macroeconómicos existentes como es, por ejemplo, el déficit público? Complejo dilema que debe, no obstante, resolverse, y si es para bien, mejor. Nos jugamos mucho en ello.
Manuel Hidalgo es profesor de la Universidad Pablo de Olavide y economista de EsadeEcPol.
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