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Crisis del coronavirus
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El fracaso épico de la Administración Trump

El país está desesperadamente falto de dispositivos para hacer los test y otros suministros críticos

Maravillas Delgado.
Maravillas Delgado.Maravillas Delgado

Incluso para los más ardientes críticos del presidente norteamericano, Donald Trump, la desastrosa respuesta de su Gobierno a la pandemia de la Covid-19 ha sido una sorpresa. ¿Quién habría imaginado que Trump y sus compinches serían tan incompetentes como para que un simple test de la enfermedad se convirtiera en un importante cuello de botella?

Cuando el Gobierno chino aisló Wuhan el 23 de enero, puso otras 15 ciudades en cuarentena al día siguiente y luego prorrogó la orden de distanciamiento social a nivel nacional hasta fines del Año Nuevo Lunar, quedó claro que el mundo estaba en problemas. Pero ya el 31 de enero las autoridades de salud en Occidente —entre ellas, Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas de Estados Unidos— habían admitido que el coronavirus podía ser transmitido por personas sin síntomas.

Como las autoridades de los Centros para el Control de las Enfermedades de Estados Unidos y otros organismos de salud pública sin duda deben de haber reconocido, la transmisión asintomática significa que el método estándar de poner en cuarentena a los viajeros sintomáticos cuando cruzan fronteras nacionales (o provinciales) es insuficiente. También implica que hemos sabido durante casi dos meses que estábamos librando una larga pelea contra el virus. Dado que la propagación era más o menos inevitable, la tarea principal siempre consistió en reducir al máximo posible el ritmo de la transmisión comunitaria, para que los sistemas de atención médica no colapsaran antes de que pudiera desarrollarse, probarse y distribuirse una vacuna.

En la larga lucha contra un virus contagioso, la manera de mitigar la transmisión no es ningún secreto. En Singapur, que en gran medida ha contenido el brote en el interior de sus fronteras, a todos los viajeros procedentes del exterior se les exigió una cuarentena voluntaria de 14 días, tuvieran o no síntomas. En Japón, Corea del Sur y otros países, las pruebas de la Covid-19 se han realizado a escala masiva. Estas son las medidas que toman los Gobiernos responsables. Se testa a la mayor cantidad posible de personas y, cuando se localizan áreas de transmisión comunitaria, se las aísla. Al mismo tiempo, se construye una base de datos de todos los que han desarrollado inmunidad y, por ende, pueden reanudar de manera segura su rutina normal.

En los dos meses transcurridos desde que la amenaza de una pandemia se volvió evidente, Estados Unidos ha testado a unas 484.062 personas —Corea del Sur ha testado a decenas de miles en un solo día—. Muchas personas que se presentaron en sus centros de salud con síntomas no han sido sometidas a los análisis y, en cambio, fueron enviadas de vuelta a sus casas. A juzgar por el nivel de crecimiento de la cantidad de casos reportados, Estados Unidos ha tenido un comportamiento peor que el de cualquier otro país, inclusive Italia, España y posiblemente hasta Irán.

Peor aún, los 69.197 casos reportados en Estados Unidos [hasta el 26 de marzo, fecha en la que se escribió este artículo] son sólo la punta del iceberg. De las 1.046 muertes registradas en Estados Unidos hasta ahora, podemos inferir que entre 15.000 y 50.000 casos estaban activos a comienzos de marzo, y que esa cifra alcanzará un número entre 120.000 y un millón en la próxima semana. Pero esto no es más que una suposición; en ausencia de test masivos, realmente no tenemos ni idea de dónde estamos.

Frente a esta situación, Estados Unidos tiene pocas opciones. Cuanto más se demore el Gobierno en imponer un aislamiento al estilo de Wuhan, menos efectivas serán las futuras medidas de distanciamiento social en las semanas y meses que vienen. Trump y el secretario del Tesoro, Steven Mnuchin, parecen querer probar suerte, haciendo una apuesta existencial al futuro de Estados Unidos con la esperanza de que la pandemia desaparezca cuando se eleven las temperaturas. Un resultado más factible es que los sistemas de salud de muchos Estados colapsen antes de que eso suceda, lo que llevará a un pico en la tasa de mortalidad por la Covid-19, en tanto se disparará la cantidad de casos sintomáticos —quizás a unos 50 millones— en los próximos meses.

Este potencial desastre es absolutamente innecesario. Un aislamiento se podría revertir en apenas tres o cuatro semanas si lo implementamos como corresponde. Durante ese tiempo, el sistema de salud pública podría cumplir con su función: someter a pruebas a una muestra aleatoria de la población, rastrear los contactos de quienes tienen síntomas y volver a dar recursos a un sistema de atención médica ya debilitado, a la vez que se incrementan los esfuerzos para desarrollar una vacuna y tratamientos más efectivos.

Después de un mes aproximadamente, las empresas que funcionaban el 1 de marzo probablemente podrían volver a su rutina. La respuesta política podría garantizar que nadie perdiera los ingresos para la subsistencia como consecuencia de algo que sucedió entre el 1 de marzo y el 1 de mayo. Mientras tanto, la producción y distribución de pruebas médicas, alimentos, servicios públicos y actividades que no involucran un contacto humano representarían el pleno alcance de la economía. Absolutamente todo lo demás se cerraría temporalmente.

Después de un mes llegarían las buenas noticias: el Gobierno asumiría todas las deudas en las que se incurrió durante el aislamiento, evitando la quiebra de las empresas. El incremento significativo de la deuda del Gobierno justificaría entonces un impuesto altamente progresivo a los ingresos y a la riqueza, tanto para tranquilizar a los inversores sobre el hecho de que las finanzas públicas a largo plazo son sólidas como para recuperar parte de las plusvalías latentes de quienes han logrado beneficiarse con el aislamiento.

Desafortunadamente, lo que Estados Unidos debería hacer no es lo que hará. El país está desesperadamente falto de dispositivos para hacer los test y otros suministros críticos, y la Administración de Trump ha demostrado que no tiene ninguna intención de hacer algo al respecto. Aquí en Berkeley, los hospitales se están quedando sin mascarillas quirúrgicas y están pidiendo donaciones. Su situación es sintomática de una condición subyacente que inevitablemente ha agravado la actual crisis de salud pública.

J. Bradford DeLong, ex subsecretario adjunto del Tesoro de Estados Unidos, es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley y socio de investigación en la Oficina Nacional de Investigación Económica.

© Project Syndicate 1995-2020.

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