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El legado europeísta de Nadia Calviño

España lanzó en 2020 un documento clave que fue la base para configurar el plan de Recuperación Next Generation

Nadia Calviño
La vicepresidenta primera y ministra de Economía, Nadia Calviño, preside una reunión informal ministerial en el Palacio de Congresos de León, el pasado octubre.Pool PEUE/J. Casares (Pool PEUE / EFE)
Xavier Vidal-Folch

El domingo se cumplirán tres años desde que el Consejo Europeo aprobó el reglamento clave del Plan de Recuperación económica pospandemia: el de condicionalidad democrática, pensado contra Hungría y Polonia por sus conductas iliberales.

También, tres años casi desde que el 1 de enero de 2021 empezaron a concretarse sus monumentales inversiones (800.000 millones de euros), la mitad en subsidios: lo que ha permitido a la Unión Europea sortear la recesión pandémica, los posteriores estrangulamientos y la crisis energética e inflacionista de la guerra de Putin.

Sobre todo porque las expectativas suscitadas por el Next Generation activaron el apetito inversor de las empresas, antes incluso de entrar en vigor. Eso se conoce. Se sabe menos del esencial rol impulsor que jugó para su creación el Spain’s non-paper on a European recovery strategy (documento español no oficial sobre una estrategia de recuperación europea), vehiculado el 19 de abril de 2020.

“Su autora intelectual y la primera política que planteó algo así, con toda la ambición, en un momento clave, fue la vicepresidenta Nadia Calviño”, relata a este diario el secretario general de Asuntos Económicos de Presidencia del Gobierno, Manuel de la Rocha, su copiloto en la operación. Algo relevante. Pues desborda el estricto marco español, cuando el destino profesional de la vicepresidenta está a punto de virar.

Y es que “ese documento cambió el marco de pensamiento” de los dirigentes “en un momento crítico” en que “aún se pensaba que la nueva crisis podía abordarse con los instrumentos empleados” en la Gran Recesión de 2008, como el fondo de rescate (Mecanismo de Estabilidad, MEDE) o el Banco Europeo de Inversiones, subraya el secretario de Estado de Economía, Gonzalo García Andrés, entonces director en Analistas Financieros Internacionales: “Eso habría sido un desastre”.

La secuencia era trepidante. Al empezar marzo, todo el continente había sufrido ya la covid-19. Madrugadora, la Comisión presentó el día 10 al Consejo Europeo (celebrado por videoconferencia) un paquete convencional: flexibilizar el Pacto de Estabilidad (aún no suspenderlo) para que los gobiernos pudieran invertir e incurrir en déficit, y hacer la vista gorda a las restrictivas normas de ayudas de Estado. Y preveía una raquítica iniciativa de paquete inversor anticoronavirus, rascando el presupuesto: 25.000 millones.

Dos días después el BCE tomó ventaja con cifras ya jugosas. Rebajó tipos, brindó liquidez y prometió 120.000 millones en compras de bonos públicos y privados para evitar otra crisis del euro. Mientras, los gobiernos lanzaban sus salvavidas, en general modestos: el español, del mismo día, por 14.000 millones. El alemán, del día 13, fue la estrella —Olaf Scholz en Hacienda—; su bazooka llegaba hasta los 460.000 millones.

Pronto todo lo institucional se revelaría insuficiente. Los palomas del BCE, en posición destacada el gobernador español Pablo Hernández de Cos, apretaban. Y urgían otro tanto del lado fiscal a gobiernos e instituciones de la UE mediante “nuevas herramientas”: Mutualizar el riesgo presupuestario en esta crisis, reclamaba De Cos en un artículo (EL PAÍS, 21 de marzo). El 18 de abril alumbrarían otro paquete de “compras pandémicas” hasta 750.000 millones, palanca ya creíble.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, clamaba casi en el desierto de los gobiernos proponiendo “articular un gran Plan Marshall para el conjunto de la UE” contra una crisis que “no puede encontrar solamente una respuesta nacional” (22 de marzo). Pero la mayoría de los ministros económicos arrastraba los pies. El día 25, el Eurogrupo, por boca de su hábil presidente, Mário Centeno, se conformaba con “los significativos recursos del MEDE”.

Despertarían. Una carta abierta de los Nueve más integracionistas (entre ellos España, Francia e Italia) de ese mismo día sugería ya “trabajar en un instrumento de deuda común”, sin mencionar los anhelados eurobonos de los que la canciller Angela Merkel había renegado el 26 de junio de 2012: “No, mientras yo viva”.

Aún sin mucho éxito. Los primeros ministros respondían el 26 de marzo, en un tedioso ping-pong con sus ministros: “Usaremos instrumentos de la UE para apoyar a los Estados miembros en la recuperación”. Traducido: solo las herramientas existentes; nada de fondos y menos subvencionados con eurobonos. Y con cifras enanas: aunque ya 37.000 millones, quizá ampliables con el BEI encargado de “explorar” un alza sustancial de sus préstamos.

En este ambiente empezó abril con un creativo debate de los eurodiputados (Jonás Fernández, Ernest Urtasun y Luis Garicano, entre los españoles) y otros economistas de prestigio (Paul de Grauwe, Agnès Bénassy-Quéré, Jean Pisani, Ramon Marimon...) clamando por más dinero y financiación común. El Eurogrupo y la Comisión serpenteaban, aunque elevaron sus apuestas a medio billón de euros: en préstamos del BEI, garantías del MEDE, programa SURE contra el desempleo.

Hasta que el 19 de abril apareció el non-paper español. Marcó un antes y un después, por ser “la primera gran respuesta común contundente, cifrada y articulada” formulada desde un Gobierno, coinciden distintos participantes en su cocina.

Proponía un plan alimentado por una cifra de recursos súperambiciosa, dos billones de euros; toda ella dispensada en grants, subsidios; financiada por deuda mutualizada “perpetua”, por eurobonos cuyos intereses se pagarían mediante nuevos impuestos europeos; que se aportaría al presupuesto común y se dirigiría desde el mismo (imbricada en las Perspectivas Financieras Plurianuales, de gestión comunitaria); orientada a las agendas verde y digital, con especial atención a la “autonomía industrial”. La gran utopía hecha papel.

El alcance de la propuesta contrastaba con la reticencia inicial de la vice a una expansión fiscal nacional potente, esa inquietud ortodoxa tan propia de los ecofines. Si en su opción final influyó una deriva económica cada día más dramática, o las sugerencias de gentes próximas, o ambas cosas, es una incógnita por dilucidar.

El caso es que el texto tenía un precedente, el papel interno español titulado, en inglés, Proposal for a swift deployment of an economic recovery fund (Propuesta para un rápido despliegue de un fondo de recuperación económica), del 6 de abril, más esquemático, pero que ya postulaba transferencias no reembolsables y bonos emitidos por Bruselas con respaldo del presupuesto común.

Un equipo transversal de Economía y Presidencia, con apoyo en Hacienda y Exteriores (y que se reunía digitalmente) lo mejoró y amplió en “bastantes versiones”, recuerda una de sus componentes más activas, hoy destinada en Bruselas. “Las ideas básicas fueron de Nadia”, complementadas con el equipo de Moncloa.

En la tarde del domingo 19 de abril lo sometieron al presidente del Gobierno. Le dio vía libre. No sin antes comentárselo telefónicamente a la canciller alemana: quedó complacida. No hay detalles literales disponibles de esa conversación. Pero ella tranquilizó a sus cercanos: no aparecería la palabra transfers, expresión que en Alemania se asocia a la estigmatizada transfer-Union, unión de transferencias con riesgo moral. Y en efecto, apareció un equivalente menos sesgado, grants.

A las pocas horas, el vicepresidente holandés de la Comisión, Frans Timmermans, lo consideraba una “base para el acuerdo europeo”. A los cuatro días, la Comisión lo reelaboró como nuevo “marco”: A multiannual financial framework. Y al mes, Berlín y París emitían su doctrina (A french-german initiative) de estructura calcada al plan español, pero con rebajas en la ambición (de cuantía; y en la deuda, no perpetua). Aún así, tardó meses en superar obstáculos y receleos. Pero ya era casi colorín-colorado.


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