GNL: las tres letras que han cambiado para siempre el paradigma energético europeo
El gas natural licuado, el que llega congelado por barco, cubre ya el 40% de las necesidades europeas, una cifra que seguirá creciendo. Rusia lo tiene prácticamente imposible para volver a ser el primer proveedor de la UE
Europa se acerca al triste aniversario del día en que amaneció siendo otra. La ofensiva rusa, antes siquiera de que las primeras luces del alba iluminasen Kiev aquel 24 de febrero, rompió en mil pedazos mucho más que una relación diplomática entre potencias. Con las primeras bombas cayendo sobre suelo ucranio, también saltaba por los aires décadas de supeditación europea al gas barato que le llegaba desde el Este.
Por la vía de los hechos, Moscú rompía con su mayor y más fiel cliente, quizá para siempre: casi 12 meses después, aunque siguen atracando metaneros procedentes de Rusia, las llegadas de combustible por tubo desde ese país son hoy mínimas. El gigante euroasiático empieza a sentir el impacto de las sanciones, teniendo que buscarse las habichuelas en Asia. Y en los altos despachos europeos se abre paso la tesis de que este nuevo statu quo —más caro, logísticamente mucho más complejo y más dañino para el medio ambiente, pero también más seguro desde el punto de vista de la seguridad de suministro— ha llegado para quedarse.
Los Veintisiete se han visto obligados a darle la vuelta por completo a sus fuentes de aprovisionamiento en tiempo récord. De tener un suministro directo casi a la puerta de casa, ha pasado a tener que ir a buscarlo a países tan remotos como Estados Unidos, Qatar o Nigeria. Tres letras —GNL: gas natural licuado— han hecho posible esa reconfiguración sin precedentes: casi el 40% del gas que consumió la UE fue de este tipo —el que llega por barco en estado congelado—, un 60% más que un año antes.
Los envíos procedentes de EE UU, que está haciendo el agosto y que ha reemplazado a Rusia como primer suministrador del bloque, se han más que duplicado. Y las procedentes de Noruega, Egipto, Trinidad y Tobago o Perú, aunque partiendo desde un nivel mucho más bajo, también se han disparado. Esto solo es, sin embargo, el aperitivo de lo que está por venir: lejos de ser flor de un día, esas tres siglas prácticamente desconocidas para el gran público se instalarán durante décadas en el imaginario colectivo.
“Es una tendencia que continuará”, confirma Xi Nan, vicepresidenta sénior de la consultora especializada Rystad Energy. “El GNL era y sigue siendo el único modo de sustituir a Gazprom”, completa Emmanuel Dubois-Pelerin, director senior de la firma de calificación de riesgos S&P. Durante decenios, enfatiza, la gasista rusa “no solo fue la mayor fuente de gas para Europa sino también la única con flexibilidad a muy corto plazo”. Por ejemplo, de un mes a otro en un invierno frío. “El resto de fuentes —los gasoductos procedentes de Noruega, Argelia y Azerbaiyán— están al máximo, y la producción de la UE y el Reino Unido sigue reduciéndose inexorablemente”, relata.
Rusia, fuera de juego
Incluso si la guerra termina pronto -algo que prácticamente ningún observador contempla-, las opciones de Rusia de recuperar su posición hegemónica de primer proveedor europeo de gas son mínimas, por no decir inexistentes. El sabotaje al gasoducto Nord Stream, otrora el principal canal de entrada del combustible ruso en la UE, ha terminado de complicar las cosas pero no es el mayor de los problemas: aunque costoso, es reparable. Los lazos diplomáticos y comerciales entre el gigante y euroasiático, no tanto: todos los analistas consultrados consideran que, incluso si cae el régimen de Vladímir Putin, esa preeminencia rusa es historia.
“No creo que Rusia vaya a desempeñar ese papel en el futuro: en los próximos años, Europa dependerá del GNL y de las energías renovables”, descarta Nan, de Rystad Energy. “Nuestro escenario base es que los gasoductos serán marginales en el futuro, manteniéndose cerca del nivel actual”, esboza Dubois-Pelerin. Por ellos transita apenas la sexta parte del gas que en 2019, justo antes de la pandemia y, sobre todo, antes de la invasión de Ucrania. “Quizá la dependencia haya cambiado de campo y sea ahora Rusia la que depende de Europa para mantener el influjo de divisas”, agrega el analista de S&P.
“La destrucción del Nord Stream y la construcción de terminales de regasificación para compensar la pérdida de gas ruso hacen que el GNL esté ahora plenamente integrado en la infraestructura energética europea”, constata Henning Gloystein, director de Energía de la consultora de riesgos Eurasia. “Al menos para los 20 próximos años”.
La capacidad de las regasificadoras europeas se disparará un 25% entre 2021 y 2023, según los cálculos de la Agencia Internacional de la Energía (AIE). Ni estas gigantescas inversiones —cada una de estas regasificadoras, de las que hay proyectadas más de una decena, tanto en la vertiente atlántica como en la mediterránea, cuesta centenares de millones de euros— ni los nuevos contratos de suministro firmados con empresas y países al margen de Moscú, también millonarios se pueden revertir fácilmente, incluso si acabase la guerra acabase pronto. Algo que, de todas formas, tampoco nadie prevé. “Rusia”, sentencia Gloystein, “ha perdido toda su reputación”.
El gas, por debajo de 50 euros
Frente a la hecatombe temida durante meses, el invierno que está por terminar ha discurrido por unos derroteros mucho más tranquilos de lo que incluso el observador más optimista pudo imaginar. Los depósitos europeos de gas están a dos tercios de su capacidad, el doble que hace un año y un 60% más que en la media de la última década. Ni en 2020, cuando el virus hundió el consumo a mínimos históricos, Europa tuvo tanto gas almacenado como hoy. Y eso ha ayudado a reducir —y mucho— la presión sobre los precios. El precio del gas en el Viejo Continente cerró la semana pasada por debajo de los 50 euros por megavatio hora (MWh), un nivel inédito en año y medio.
Desde este punto, sin embargo, el margen a la baja es escaso: el GNL es, por definición, mucho más caro que el que llega por tubo. Porque lleva aparejados unos gastos ineludibles de licuefacción —pasar de estado gaseoso a líquido y congelarlo—, de transporte —en algunos casos, decenas de miles de kilómetros— y de regasificación —volver a devolverlo a estado gaseoso para que pueda consumirse de nuevo—. Los niveles de 20 euros por MWh de hace un par de años, cuando la mayor parte del gas venía por tubo desde Rusia, son imbatibles: ahora, con suerte, el suelo estará en el entorno de los 30 o 40 euros.
La vuelta a la palestra de China —junto con Japón, el mayor importador de gas licuado del mundo— promete, además, emociones fuertes. “Europa tendrá que competir con el resto del mundo y muy particularmente con Asia”, atisba Jean-Baptiste Dubreuil, de la AIE. Como toda pugna, esa lucha entre colosos dejará a terceros países en la cuneta: los emergentes de menor renta, que están siendo expulsados de un mercado en el que no pueden competir. El mejor ejemplo es Pakistán —un gigante habitualmente fuera de los focos pese a ser, atención, el quinto país más poblado del globo—, que ante la carestía del GNL va a cuadruplicar su generación de electricidad con carbón. Un movimiento lógico en lo puramente económico, pero pésimo en lo ambiental.
Si hace unos meses se pensaba que el gran cuello de botella iba a estar en las regasificadoras, ahora todas las miradas apuntan al lado opuesto: al de los trenes de licuefacción. “El mercado global seguirá tenso hasta 2025 por la falta de inversión en este tipo de proyectos durante la pandemia″, augura Nan. Sabedores de que el gas natural —aunque hoy dominante en la industria, las calefacciones y hasta en la matriz eléctrica de muchos países occidentales— acabará eclipsado por las renovables, el hidrógeno verde y el biometano, nadie quiere dar un paso en falso.
La oportunidad que los exportadores tienen ante sí es tan grande como el riesgo de embarcarse en inversiones faraónicas que puedan quedar obsoletas en unos años. La previsión del Instituto de Economía Energética y Análisis Financiero (IEEFA, por sus siglas en inglés) pasa por que el apetito europeo por el GNL empiece a caer, poco a poco, a partir de 2024. “La demanda podría seguir siendo fuerte en 2023, pero está a punto de caer, ya que las políticas climáticas y de seguridad energética de la UE reducen la demanda de gas en al menos un 40% hasta 2030″, se lee en su último monográfico, publicado esta misma semana. “Los ambiciosos objetivos de transición energética de Europa implican que gran parte de la nueva capacidad [de regasificación] podría quedar sin uso”.
Invierno superado, ¿y el próximo?
Sin que haya terminado aún este invierno, todos los reflectores apuntan ya al que viene. En los próximos meses, Europa tendrá que lidiar con un problema añadido: a diferencia de lo ocurrido la pasada primavera —la temporada en la que el Viejo Continente aprovecha para rellenar sus depósitos—, este año la tarea tendrá que hacerse a pulmón, sin el comodín de las importaciones por tubo desde Rusia. E incluso con el auge del GNL, en diciembre la AIE atisbaba un déficit de alrededor del 15% de la demanda para 2023.
Dos meses después, el jefe de análisis de gas natural del organismo rebaja bastante el pesimismo. Desde entonces, escribe Dubreuil por correo electrónico, la menor demanda —sobre todo, por la meteorología más suave de lo habitual— ha “moderado significativamente la presión”. Aun así, dice, esta evidente mejora del panorama “no debería ser una distracción” para seguir reduciendo la demanda. El año que viene, insiste, “la oferta de gas seguirá siendo ajustada, y el aumento en el suministro de GNL no será suficiente para reemplazar” todo lo que llegaba por tubo desde Rusia. En un escenario de estrés —un inverno frío, una disponibilidad de GNL limitada e importaciones cero desde Rusia— la UE tendría que enfrentar un déficit de algo menos del 10% de la demanda, según sus cálculos actualizados.
Aún más optimista se muestra Gloystein, de Eurasia, que ya da por cruzado el Rubicón del próximo invierno: “Europa ha contratado suficiente gas para pasar este y el próximo. El riesgo de escasez de combustible se ha mitigado”. Todo, claro, a costa de una cantidad ingente de dinero. No solo porque reemplazar el gas que viene por gasoducto por GNL es más caro: el doble, en el mejor de los casos, pero puede llegar a multiplicarse por más de diez, como quedó patente el verano pasado, cuando llegó rondar los 350 euros por MWh. “No hay nada de malo en tomarse un respiro, pero no nos sorprendamos cuando la crisis regrese. Que no sea un brusco despertar”, alertaba hace unos días, en esta páginas, la investigadora de la Brookings Institution Samantha Gross. Un aviso a navegantes que convendría no olvidar.
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