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Alemania inaugura una nueva era sin gas ruso

El mayor consumidor de gas de la UE pone en marcha su primera regasificadora, tras llegar a la crisis sin una sola infraestructura capaz de transformar el combustible que llega por barco

El 'Högh Esperanza', a su llegada, este jueves, a la nueva terminal de Wilhelmshaven, en el mar del Norte, en Alemania.
El 'Högh Esperanza', a su llegada, este jueves, a la nueva terminal de Wilhelmshaven, en el mar del Norte, en Alemania.DAVID HECKER / POOL (EFE)

Se llama Höegh Esperanza, mide 300 metros de eslora y la prensa alemana lleva días siguiendo en tiempo real su viaje hasta Wilhelmshaven, una ciudad portuaria en la costa del mar del Norte. Su atraque en un muelle recién construido al norte del puerto, el jueves por la tarde, se ha retransmitido como un gran acontecimiento. Porque lo es. El buque metanero, que transporta alrededor de 165.000 metros cúbicos de gas natural licuado (GNL), se ha convertido en el símbolo de los esfuerzos de Alemania por independizarse del suministro de gas de Rusia.

Con el inicio de la invasión rusa de Ucrania, el 24 de febrero, el Gobierno alemán se dio de bruces con una realidad incómoda a la que casi nadie se había querido enfrentar hasta entonces: la calefacción de la mitad de los hogares y el funcionamiento del potente sector industrial dependían en un 55% del gas ruso que llegaba por tubo. De un día para otro se hizo patente la temeraria vinculación con Moscú y los errores de la política energética de las últimas décadas. Alemania se enfrentaba a una crisis de suministro sin precedentes y no tenía una sola regasificadora, las plantas que permiten importar GNL —el que llega por barco— desde cualquier productor de planeta: de Estados Unidos a Australia; de Trinidad y Tobago a Egipto.

La llegada del Höegh Esperanza es un hito por varias razones. La primera, su carga es suficiente para abastecer a entre 50.000 y 80.000 hogares alemanes durante un año, según la energética Uniper, y cuando la terminal flotante —temporal— esté en funcionamiento tras su instalación —empezará a inyectar el gas en la red alemana el 22 de diciembre— tendrá capacidad para producir unos cinco millardos de metros cúbicos (bcm) de gas al año, el 6% de las necesidades del país. Un segundo barco, el Neptune, arribó el viernes al puerto de Lubmin, donde también se preparan para tener lista la infraestructura cuanto antes.

La inauguración de la regasificadora de Wilhelmshaven marca un antes y un después en dos frentes. Por un lado, aporta en tiempo récord una solución al mayor riesgo que atenaza a la economía alemana desde el inicio de la guerra: que no haya suficiente gas para alimentar su ingente industria. Por otro, supone el reconocimiento implícito de un error de calado, cometido muchos años antes de que el primer soldado ruso cruzase la frontera ucrania: que la primera potencia industrial europea y el primer consumidor de gas del Viejo Continente llegase a la mayor crisis energética desde que hay registros sin una sola planta de conversión del GNL, que llega —congelado— por barco, en gas utilizable por la industria y los hogares. El maná del combustible barato del Kremlin, coadyuvante del bum industrial alemán en las últimas décadas, ha llegado a su fin con Berlín varios metros en fuera de juego.

Wilhelmshaven contribuirá decisivamente a la seguridad del suministro, sí. Sin embargo, en su inauguración de este sábado —a la que acudirá el canciller, Olaf Scholz— se celebra algo más: una suerte de logro poco común en un país conocido por su exasperante burocracia y por el retraso que acumulan casi todos sus grandes proyectos. En febrero se tomó la decisión de construir terminales de GNL, y en diciembre empieza a funcionar la primera. Toda una hazaña para un país que ha inaugurado el aeropuerto de Berlín con nueve años de retraso y un sobrecoste de 4.000 millones. También la factura de las regasificadoras se ha calculado mal, según la prensa alemana: han costado el doble de lo previsto.

El canciller tiene motivos para la celebración. Pero no todo es ideal. Para empezar, los grupos ecologistas critican la cercanía de la terminal con el mar de Wadden, un ecosistema declarado patrimonio de la humanidad por la Unesco. Están furiosos porque gracias a la nueva normativa para acelerar su construcción, no ha pasado una evaluación de impacto ambiental. También surgen voces contrarias a un despliegue de nuevas infraestructuras que podría prolongar la dependencia alemana de los hidrocarburos más allá de la fecha en la que Alemania aspira a ser neutro en emisiones, en 2045.

Nuevos contratos

Berlín acaba de firmar con Qatar un contrato para recibir gas natural licuado del país del Golfo hasta, al menos, 2041. El contrato es por 15 años, menos de lo que exigía Qatar, según el Gobierno alemán, que ha vendido como un éxito arrancar un plazo más corto. En septiembre, Scholz hizo una gira por países del golfo Pérsico para impulsar en persona nuevos acuerdos de suministro. “El plazo es excelente”, ha dicho el ministro de Economía y Clima, el verde Robert Habeck, que lleva desde febrero instalado en un permanente conflicto entre asegurar el suministro de gas y no perder de vista la necesaria transición energética. El suministro de Qatar —dos millones de toneladas al año— empezará a llegar en 2026 a una segunda terminal que se está construyendo en Brunsbüttel, en la desembocadura del Elba. A él hay que sumar, además, un pacto similar alcanzado con Emiratos Árabes Unidos.

En total, Alemania ha proyectado 11 terminales de GNL, tres de ellas fijas. Y empiezan a aparecer estudios que denuncian que la red está sobredimensionada. El New Climate Institute, con sede en Colonia, calcula que, si todas están en funcionamiento, en cuatro años su capacidad anual será de 73.000 millones de metros cúbicos. Antes de la crisis, Rusia exportaba, de media, 46.000 metros cúbicos. El despliegue es “absolutamente innecesario”, concluyen sus expertos. Actualmente, la mayor parte del gas que llega a Alemania lo hace a través de los gasoductos que la conectan con Noruega —un gran productor— y Países Bajos —una gran puerta de entrada de toda clase de insumos al Viejo Continente—.

El propio Ministerio de Economía y Clima tiene sus dudas, a juzgar por un informe confidencial del que se han hecho eco algunos medios alemanes. El trabajo “confirma el exceso de capacidad” de la red prevista, señalan. El futuro consumo de gas se reducirá de los 90.000 millones actuales a un máximo de 70.000 en 2030, calcula el ministerio, que destaca que la industria ha consumido este año un 25% menos gracias a la conversión de procesos, un ahorro que se hará permanente.

Alivio europeo

La UE tiene dos motivos para respirar aliviada en el primer examen serio para su entramado energético antes de la llegada del invierno: esta regasificadora de nuevo cuño, otra recién inaugurada en Países Bajos y el regreso a la vida de varias plantas nucleares francesas tras meses de inactividad, lo que obligará a quemar menos gas natural tanto en sus centrales de ciclo combinado como en las de sus países vecinos. Sin embargo, aún faltan varios pasos por dar para consumar la independencia energética del combustible ruso.

El giro obligado de la UE —con Alemania siempre a la cabeza— en los últimos meses, en los que ha tenido que virar obligadamente del gas ruso que llegaba por tubo al GNL, requiere de mucho más aparataje al margen de las regasificadoras que entrarán en acción de aquí a 2026 y que suman una capacidad total de casi 200 bcm, la mitad del consumo total europeo. Hacen falta, además, más acuerdos de suministro con los países productores. Y más barcos para hacer llegar el carburante a destino: la flota actual, de unos 600 con otros 100 más en fase de construcción, se queda corta.

En el primer flanco, el Viejo Continente va cubriéndose las espaldas poco a poco, con más y más pactos a varias bandas en una suerte de nueva diplomacia del GNL. Ahí se enmarcan, entre otros, el acuerdo entre la UE y EE UU sellado apenas un mes después del inicio de la guerra. O los citados pactos de Alemania con Emiratos Árabes Unidos y Qatar, ambos a largo plazo: un elemento clave para los países vendedores, que quieren asegurarse de que amortizarán sus necesarias inversiones en plantas de licuefacción antes de que la transición ecológica envíe al gas fósil al cajón de la historia. También el de Italia, segundo consumidor del bloque, que se ha lanzado al ruedo con un pacto más modesto con la República Democrática del Congo. Son los cuatro primeros pactos de envergadura de muchos por llegar.

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