Pragmatismo y datos
Hay que conseguir que las nuevas políticas no se basen en las presunciones, la ideología o simplemente la arrogancia
La principal razón por la que la economía de mercado suscita rechazo se debe a la incapacidad que tenemos en aceptar que de las motivaciones de nuestras acciones no se puede necesariamente inferir sus consecuencias. Adam Smith lo expresó elegantemente cuando apuntó que el egoísmo de los empresarios que buscaban su beneficio acababa aumentando la utilidad y el bienestar de la comunidad. En la cultura española lo expresamos exactamente al revés: el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones. Ambas ponen de manifiesto la incomodidad de la sociedad ante ideas contraintuitivas que ponen en tela de juicio lo que se considera que es el bien y el mal.
El capitalismo lleva mucho tiempo chocando con esta piedra pero, como apunta Branko Milanovic, la historia lo ha acabado convirtiendo no sólo en el único sistema que queda en pie, con sus sucesivas mutaciones y en sus distintas versiones, sino en uno que se expande imperialmente a geografías y actividades que hasta ahora no habían estado en el ámbito del mercado, como por ejemplo China, Airbnb o Tinder.
Su éxito no puede ocultar sus contradicciones. Cada día es más evidente que el sistema es ecológicamente insostenible, que genera una creciente desigualdad en la distribución de la renta, la riqueza, las oportunidades y el poder, y, además que, al menos desde la Gran Recesión, es crecientemente incapaz de generar el crecimiento y la prosperidad prometidas.
Este creciente desasosiego explica la avalancha de libros, trabajos académicos, programas electorales y reuniones como la de Davos, que se afanan en señalar qué habría que cambiar para que se redujeran las ansiedades producidas por un sistema que aparentemente defrauda las creencias y las expectativas de muchos. El mayor riesgo es que afrontar su transformación desde la ideología y el voluntarismo puede acabar siendo la receta para no cambiar nada o, peor todavía, para fracasar y hacer aún más espesos los nubarrones de oscuridad, pesimismo y rabia que atrapan a nuestras democracias.
Lo que necesitamos son soluciones pragmáticas a los serios problemas concretos que amenazan nuestras libertades y la calidad de nuestra convivencia. El bajo crecimiento económico es un tema en sí mismo, pero el mayor reto que enfrentamos es la desigualdad. Paul Collier señala que la desigualdad tiene al menos tres dimensiones. En la que más se repara es en la creciente brecha de renta, educación y oportunidades entre los que tienen y los que no tienen, así como la creciente disparidad de expectativas y fortunas entre las generaciones. A ella se le superpone una desigualdad espacial entre las grandes ciudades y el resto del territorio nacional, y entre los distintos países. Finalmente, hay una dimensión moral de la desigualdad visible en la brecha entre las prioridades morales de las élites que son ciudadanos del mundo y las creencias del resto de los ciudadanos. Los recientes debates en España sobre la distribución asimétrica de los costes de la crisis, la España vaciada y las consecuencias políticas de las guerras culturales son, con los matices necesarios, una buena prueba de que la categorización propuesta es razonablemente universal.
Las soluciones pragmáticas a cada uno de estos problemas no son independientes del diagnóstico que hagamos sobre sus orígenes. Si pensamos que la desigualdad de rentas se debe a la erosión del Estado de bienestar, la solución no puede ser otra que el reforzamiento de los mecanismos de protección y aseguramiento social. Si pensamos que el problema son las malas políticas —en el mercado laboral, en la educación, en la innovación, en el sistema fiscal— no hay otra que cambiarlas. Si la atribuimos al bajo crecimiento, a los shocks tecnológicos o a la globalización, la solución es mejorar los incentivos a la innovación y reducir con más competencia, regulación e impuestos la apropiación de rentas de situación.
Todo se puede y debe hacer. Ahora bien, para realmente avanzar, lo que resulta imprescindible es aparcar definitivamente los intentos de moralizar el sistema: contemplar la redistribución no como una reparación a los que se han quedado atrás, sino tan solo como un castigo a los que han tenido éxito; o, en el polo opuesto, evaluar las políticas redistributivas no por su impacto sobre el bienestar de quienes menos tienen, sino tan solo por su impacto negativo sobre los incentivos a esforzarse y trabajar. Superar esa brecha en la que sigue envuelto el debate económico es urgente y, sobre todo, posible si conseguimos consensuar que las nuevas políticas se basen en los datos y no en las presunciones, la ideología o simplemente la arrogancia. Nos va en ello el futuro.
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