El retorno del Estado protector
Es hora de pagar para reformar, de diseñar inversiones públicas que compensen a los que sufren el coste de las reformas
Dice Toni Nadal que el talento se entrena, porque el talento es la capacidad de aprender y, a través del aprendizaje, de adaptarse a nuevas circunstancias y de resolver problemas. En este sentido, la resiliencia —la capacidad de superar circunstancias traumáticas— se asemeja mucho al talento, piensen en todas las veces que Rafa Nadal ha remontado puntos imposibles. Es la resiliencia construida a base de talento.
La resiliencia es el objetivo económico de moda, hacia el que están convergiendo todas las potencias económicas mundiales: el crecimiento ya no es el único fin, hay que complementarlo con el refuerzo de las defensas nacionales para defenderse ante posibles sorpresas. Europa creó este verano los planes de recuperación y resiliencia, y reorientó su política exterior hacia la autonomía estratégica —que, como explica Jose Borrell en su blog, no se limita a la defensa y la seguridad exterior, sino que incluye también el comercio, las finanzas y la inversión—. El plan chino de circulación dual aspira al liderazgo mundial y a la autosuficiencia en sectores tecnológicos punteros. Joe Biden ha organizado su estrategia económica en torno al lema “Build Back Better”, un juego de palabras entre “reconstruir mejor la economía” y “producir más en casa”, y ha dejado claro que su prioridad será la inversión en EE UU y en su fuerza de trabajo. El nuevo primer ministro japonés, Yoshihide Suga, ha puesto el énfasis en la política industrial y la inversión en innovación doméstica. Y la fragilidad global ante el inesperado susto de la covid ha puesto de relieve, aún más si cabe, la necesidad de abordar con urgencia la transición ecológica.
El hilo conductor de estas políticas es aceptar que, aunque a veces la eficiencia y la resiliencia entren en conflicto, ambas son necesarias en su justo equilibrio. Se ha visto de manera clara en la escasez de material sanitario y la dependencia de las importaciones y la precariedad de algunos sistemas hospitalarios. Pero también en el reconocimiento de que el desarrollo tecnológico típicamente aumenta la desigualdad, al menos inicialmente —y la pandemia ha acelerado la revolución digital— y que la búsqueda de la eficiencia a través de la globalización puede tener, si no se adoptan medidas compensatorias adecuadas, efectos económicos y políticos negativos en ciertas regiones y capas de la sociedad.
Es, quizás, la lógica evolución del Consenso de Washington —consenso que, en su origen, era tan solo una lista descriptiva de diez políticas económicas que John Williamson, allá por 1989, pensaba que podrían estabilizar el continente latinoamericano tras su crisis de deuda de los años 1980—. El contexto era la desastrosa intervención estatal en las economías latinoamericanas, amplificado por la caída del muro de Berlín y el fracaso del régimen económico comunista. Las recomendaciones eran sensatas —y ciertamente mucho mejores que la alternativa— pero, en algunos casos, su implementación dejó mucho que desear. El trasfondo político favoreció en algunos casos la errónea simplificación del consenso de Washington como liberalizar, privatizar y minimizar la intervención del Estado en la economía. Y, donde fue llevado al extremo, el resultado fue primar la eficiencia sobre la resiliencia.
Las nuevas estrategias económicas representan un retorno del Estado protector. Por un lado, irónicamente, derivado del éxito del Consenso de Washington: la independencia de la política monetaria y la estabilización de la inflación, la racionalización de la política fiscal, y la apertura del comercio y los mercados de capitales, han reducido la volatilidad económica y las primas de riesgo y permiten una mayor intervención —siempre que sea inteligente— del Estado para complementar lo que no pueda aportar el mercado. Por otro lado, dictado por un contexto muy distinto al de los años 1990, con una distribución global de fuerzas más equilibrada, una Europa integrada pero con un peso económico global cada vez más reducido por el envejecimiento de su población, China convertida en una potencia económica mundial con una potente diplomacia económica, y países emergentes más sólidos e independientes económicamente. Tampoco se debe asumir que los intereses e incentivos de EE UU y Europa van a estar siempre alineados: el recelo ante el libre comercio es ampliamente compartido en Washington, y está por ver cómo casa el concepto americano de competencia estratégica con el europeo de autonomía estratégica. El objetivo primordial de las potencias económicas mundiales ya no es solo el multilateralismo y la globalización, sino también el crecimiento inclusivo en cada país. La geometría geopolítica es más difusa y variable, y debe ser robusta ante comportamientos no cooperativos.
El mundo postcovid favorecerá a las economías con más talento y resiliencia, con más capacidad de adaptación y con mejores estructuras productivas, no solo privadas sino también públicas. La caída secular de los tipos de interés implica que la tasa de retorno del capital público es quizás mayor que la del capital privado, y por tanto ningún país puede permitirse ignorar el desarrollo del Estado emprendedor y la mejora del diseño y eficiencia de la inversión pública y de las instituciones del Estado. La inversión pública debe usarse también para catalizar mejoras estructurales que aumenten el multiplicador de las inversiones y la productividad de la economía, generando un ciclo virtuoso. Es el momento de “pagar para reformar”, de diseñar proyectos de inversión pública que compensen a los que sufren el coste de las reformas. Ahorrar mientras los demás invierten en talento puede costar muy caro. Es la paradoja del riesgo. Felices fiestas, y próspero 2021.
@angelubide
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.