Seriedad contra austeridad
El Pacto de Estabilidad se incumple, es oscuro y arduo. Mejor una regla simple, la de gasto
El entonces presidente de la Comisión, Romano Prodi, se desahogó en 2002 contra el Pacto de Estabilidad (y de Crecimiento, PEC) asegurando que era “estúpido, rígido e imperfecto”. Aquel insólito desparpajo es hoy doctrina casi general.
Unas reglas sobre déficit y deuda tan denostadas incluso por quienes debían aplicarlas han durado mucho. Desde 1996. Pues eran el único sucedáneo —en forma de coordinación— de una auténtica capacidad fiscal federal.
La reciente aplicación de la cláusula de salvaguardia general del PEC, propuesta en marzo por la Comisión para luchar contra la corona-crisis, ha finiquitado su trayectoria quizá para siempre.
Esta cláusula, incluida en una de las continuas reformas de las reglas, la del Six Pack de 2011, autoriza su total flexibilidad: es decir, la exención de todas las obligaciones de los Gobiernos sobre el cumplimiento de sus sendas de déficit y deuda. El orden del día es atenerse a la prioridad de contrarrestar la recesión. Y por tanto, gastar sin límite. Mejor, con tino.
La historia de un cuarto de siglo de este pacto es mejorable. Lo han atenazado varias “i”. La primera es su incumplimiento. Prácticamente todos los países lo han violado, y en numerosas ocasiones. Ninguno ha encajado las sanciones económicas que prevé. El momento clave fue cuando hasta los dos líderes, Francia y Alemania, se insubordinaron en 2003, y se flexibilizó en su favor.
La segunda “i” viene de incomprensible: sucesivas ediciones del vademécum interpretativo acrecen sin cesar su número de páginas —hasta más de 600— para saber a qué atenerse. Unas reglas tan prolijas y oscuras resultan incomprensibles para la mayoría.
La tercera es de inconveniente, por procíclico. En caso de crisis, su aplicación estricta suele agravarla, en vez de paliarla.
Porque induce a errar el diagnóstico: la Gran Recesión surgió de la debacle inmobiliaria, financiera, especulativa: “La crisis que dormitaba, latente, no hundía sus raíces en las finanzas públicas, sino en las privadas” (Mark Blyth, Austeridad, Crítica, 2014). Mientras que lo que el PEC combatía eran los excesos de aquellas.
Pero la austeridad excesiva no debe desacreditar toda seriedad fiscal, incluso la frugalidad —sobriedad—, si cuatro halcones no se hubiesen apropiado del concepto: solo hay que estirar más el brazo que la manga cuando es imprescindible; sin legar montañas impagables de deuda a otras generaciones y distinguiendo la inversión del gasto corriente.
Si los talibanes del Ecofin hubiesen respetado la regla de oro de Jacques Delors en 1990/1991 según la que la inversión pública productiva no debe computar al contabilizar el déficit público, otro gallo quizá cantaría. Pero ahora ya es tarde para reconducir ese PEC. Acarrea con motivos el estigma de agravar las crisis.
Por eso gana puntos la idea de sustituirlo por una norma más fácil y que garantice la sostenibilidad de las cuentas públicas: la regla de gasto, por la cual el aumento del gasto de las administraciones se limite por “la capacidad de financiarlo con ingresos estables y sostenidos en el tiempo”, como tiene escrito la Autoridad Fiscal Independiente (AIReF).
Así, en tiempos normales, el gasto público puede crecer por encima de la tasa de referencia de crecimiento del PIB a medio plazo, pero solo “en el supuesto de que ese exceso se compense con aumentos de ingresos de carácter permanente”. Sencillo y eficaz.
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