Políticas para después de una guerra
Las previsiones del Gobierno contienen tres mensajes: que la crisis es muy seria, que la recuperación se producirá y que el rebote no devolverá a la economía a su estado original
Durante semanas hemos vivido, perplejos, abatidos y atemorizados, la tragedia humana que han supuesto la pandemia del coronavirus y la experiencia radical del confinamiento. Ante nuestros ojos han desfilado políticos, científicos, expertos, tertulianos y charlatanes que han desgranado teorías sobre lo que nos estaba pasando, cifras que dimensionaban el dolor, y a veces la esperanza, e instrucciones y recomendaciones para seguir resistiendo.
Borges escribió que un atributo de lo infernal era la irrealidad, porque simultáneamente mitigaba y agravaba el terror. Muchos españoles hemos vivido estos días como una experiencia irreal que aceleraba el fin de los tiempos infernales. Tras muchos esfuerzos —de nuevo, nunca tantos debieron tanto a tan pocos—, tras muchas idas y venidas, y tras los significativos avances logrados en el control de la epidemia, el plan de desescalamiento anunciado esta semana marca el final del principio.
Suponiendo que la guerra contra el coronavirus la hayamos comenzado a ganar, lo que ahora toca es darse cuenta de lo que queda por delante y diseñar las políticas para después de la guerra.
Volver a la realidad
Esta pandemia ha cambiado muchas cosas. No solo porque hoy ya sabemos que va a tener unos enormes costes humanitarios, y unas consecuencias económicas sin parangón en la historia reciente, sino porque ha desvelado la dimensión real de nuestra vulnerabilidad en un mundo tan interconectado y complejo como el actual. Hoy sabemos de primera mano que la incertidumbre absoluta existe, igual que los eventos catastróficos, sean estos nuevas pandemias, ataques cibernéticos o desastres naturales globales, y, sobre todo, que nuestro bienestar individual también depende del bienestar de la comunidad.
Tras descubrirlo, los ciudadanos nos hemos vuelto hacia el Estado y le hemos reclamado medidas de protección. No nos ha importado que fueran extremas e inéditas, o, como algunos alertaron cuando la pandemia estaba geográficamente limitada a China, supuestamente incompatibles con nuestras tradiciones y cultura democrática. Cuando la pandemia arreció y los contagiados crecieron exponencialmente, el confinamiento fue aceptado y cumplido escrupulosamente.
Por su parte, el Estado ha aceptado convertirse en el asegurador de última instancia de virtualmente toda la sociedad, algo que tampoco habíamos visto antes. En las anteriores crisis, los estabilizadores automáticos permitieron al Estado proteger a quienes perdían su empleo y desarrollar políticas ad hoc de salvamento de las piezas más débiles de algunos sectores, como fue el caso de las cajas de ahorros, pero jamás se apuntó a poner una red de seguridad a la totalidad de los individuos y empresas del sector privado.
También ha sido excepcional el consenso con el que se acordó aparcar consideraciones que en la anterior crisis consumieron mucho tiempo. Nadie internamente —cosa diferente es el debate europeo sobre financiación y solidaridad dentro de la UE— ha llamado la atención sobre los problemas de riesgo moral, la posible distorsión de la competencia o el desbordamiento de los espacios fiscales. Más bien todo lo contrario. Se ha hecho lo que había que hacer: actuar con rapidez, prefiriendo sobreactuar hoy que lamentarse mañana.
Tampoco antes habíamos visto que las medidas traspasaran las fronteras ideológicas tanto en lo que concierne a su diseño —los paquetes son muy parecidos en todo el mundo— como al apoyo con el que han sido aprobados. Las disparidades que se detectan tienen más que ver con el grado de desarrollo de los respectivos Estados de bienestar y, sobre todo, con el distinto músculo fiscal y financiero de cada país. Han hecho más los que estaban mejor preparados.
Este es un mundo completamente nuevo. Pero también transitorio. Ninguna sociedad puede construirse permanentemente sobre la excepcionalidad y el desasosiego con los que hemos vivido las últimas semanas.
En algún momento hay que volver a la realidad.
Recesión, rebote y recuperación
Las consecuencias económicas de esta pandemia nos van a acompañar durante mucho tiempo, y las políticas más adecuadas en cada momento necesariamente irán mutando a lo largo de las tres sucesivas fases que previsiblemente —si no median recaídas— se irán sucediendo: recesión, rebote y recuperación.
Cada una de ellas, como ha observado Ricardo Reis, economista de la London School of Economics, tiene sus determinantes y exige prioridades de política económica distintas.
En la fase de recesión, lo determinante es la dinámica de la propia epidemia y la contundencia de las respuestas que se contrapongan a la enfermedad: de un lado, la intensidad y duración de la hibernación, y de otro, la extensión y eficacia de las medidas de sostenimiento de rentas y de preservación del tejido económico y empresarial.
Obviamente, las condiciones iniciales de la economía —la dualidad del mercado de trabajo, la especialización productiva en sectores severamente afectados o la vulnerabilidad financiera de las empresas— importan y mucho. Como también importa contar con un sistema de pagos que funcione, un sistema bancario capaz de distribuir la liquidez y el crédito o una infraestructura de energía, Internet y de distribución que posibilite el teletrabajo y cierta normalidad vital. La política necesaria en esta fase es para minimizar daños.
La intensidad del rebote la determinarán tres factores: el gradualismo con el que se levante el confinamiento, el grado de éxito que hayan tenido los instrumentos que se han usado para proteger rentas y empresas —en nuestro caso los ERTE y los avales— y la confianza que tengan los agentes en que lo peor de la pandemia ha quedado atrás. Durante esta fase hay que mantener los mecanismos de sostenimiento de rentas, pero también comenzar a plantear cómo se vuelve a la normalidad económica y regulatoria.
La duración de la tercera fase —la vuelta al anterior crecimiento potencial— depende de que no haya repuntes de la epidemia que exijan nuevas medidas de distanciamiento social. Pero también del grado de destrucción permanente de empresas, de las pérdidas de capital humano por una elevada y persistente tasa de desempleo, del achatarramiento de capital que por todo tipo de razones se puedan producir y, en el lado positivo, de la capacidad de mover trabajo y capital a sectores y empresas más productivos.
Como señala Jean Pisani-Ferry, economista francés y experto en políticas públicas, aquí la prioridad no es apagar los fuegos, sino construir el futuro. En esta fase lo esencial será que los mercados funcionen con normalidad, dentro de un sistema de garantías plenas de seguridad y estabilidad jurídica, y un sistema de incentivos que fomenten la competencia y la eficiente asignación de los recursos. También será preciso que el Estado de bienestar se complete con las lecciones aprendidas de la crisis, se refuercen las redes de seguridad necesarias y se diseñen las medidas que garanticen su sostenibilidad a largo plazo.
Sin la certeza de que la próxima pandemia no nos pillará sin los deberes hechos será muy difícil recuperar la credibilidad en las políticas públicas.
Ponerle números y tempos a cada una de estas fases es, hoy por hoy, un ejercicio aventurado. Nadie puede pretender que tiene el modelo para pronosticar dónde realmente estamos hoy y, mucho menos, dónde estaremos en un año o en dos. Pero comenzamos a tener evidencia irrefutable de que las consecuencias son serias. El Gobierno prevé en 2020 una contracción del PIB del 9,2%, un desempleo del 19%, un déficit público del 10,3% y una ratio de deuda pública del 115% del PIB. En 2021, habría una significativa, pero incompleta recuperación. Es un escenario plausible que, aunque tenga que ser revisado en el futuro, contienen tres mensajes importantes: que la crisis es muy seria, que la recuperación se producirá y que el rebote no será suficiente per se para llevarnos a donde estábamos antes de la crisis.
Reconstruir no basta
Es poco probable que la sociedad se puede entusiasmar con la idea de que, si todo va bien, en un par de años volveremos a estar en la España de diciembre de 2019. Hace falta algo más. El presidente de la Reserva Federal de EEUU, Jerome Powell, observaba hace unos días que en estos tiempos de turbulencia nadie puede darse el lujo de elegir sus retos. El destino y la historia deciden por ti. Y el destino del Gobierno y de los agentes sociales es acometer de una vez una reforma laboral que reduzca la segmentación de nuestro mercado de trabajo, abordar la situación fiscal para que los niveles de impuestos, gasto y déficit sean compatibles con el Estado de bienestar que queremos construir y con nuestros compromisos europeos, y crear el marco para crecer más porque la productividad total de los factores consigue despegar tras dos décadas de virtual estancamiento. Los mismos años en los que se detuvo nuestra convergencia real con Europa.
Ninguna de ellas es una nueva necesidad. Son problemas bien conocidos y diagnosticados. En todos ellos hay propuestas que discutir. La única diferencia es que ahora hay que encararlos con mochilas pesadas: elevado desempleo, alta deuda pública y carencias bien identificadas en el sistema de protección social. Encontrar soluciones, pactadas y sostenibles es mucho más urgente.
Para poder afrontar esas reformas con mayores garantías de éxito, lo más realista es reconocer que necesitamos que ocurran al mismo tiempo que se lanza un potente programa de reactivación económica cuyo objetivo prioritario sea la creación de empleo estable y con salarios dignos.
Dada la estructura de la economía española, cualquier intento de crear empleo masivamente requiere fijar la atención en tres tipos de sectores: los que son intensivos en trabajo, como la construcción o el mantenimiento de infraestructuras, los que requieren un plan de renovación y reestructuración, como por ejemplo, el turismo y la agroindustria, y los sectores que son apuestas estratégicas ineludibles, como la fármaco-sanitaria, las infraestructuras digitales y la transición energética.
En cada uno de ellos el Estado y las empresas tienen capacidad de colaborar en una gran iniciativa público-privada. Sin complejos, sin resquemores.
La financiación de ese paquete, si está bien diseñado, es creíble y cuenta con un amplio consenso, no debería ser el problema fundamental. Obviamente, tienen que ser plurianual —lo que refuerza la necesidad de contar con la garantía de su continuidad— y tiene que priorizar entre objetivos alternativos. No todas las políticas, no todos los subsidios, no todas las exenciones fiscales tienen cabida: hay que priorizar y para hacerlo racionalmente hace falta medir y evaluar resultados, un requisito en el que hay que pensar desde el momento del diseño de las políticas.
Además de la posible cofinanciación europea, afortunadamente, España no necesita generar todo el ahorro internamente para financiar sus necesidades de inversión: puede completarlo con ahorro externo, bien en la forma de inversión extranjera directa o bien accediendo a los mercados internacionales de capital. Para ambas cosas se necesita garantizar un tratamiento no discriminatorio para los inversores extranjeros y el mantenimiento de unos ratings razonables justificados por la sostenibilidad y predictibilidad de nuestras políticas económicas. Más inversión y la recuperación del empleo destruido es el camino más corto para asegurar un crecimiento sostenible e inclusivo.
Asegurar la sostenibilidad de las finanzas públicas es la otra pata imprescindible. No por conservadurismo fiscal, sino porque una ratio de deuda / PIB tan elevada como la que vamos a registrar no es permanentemente sostenible ni para el Estado ni para el sector privado. En un mundo de baja inflación como el que vamos a vivir, la corrección solo se puede hacer a través de dos vías: creciendo y evitando déficits primarios. Hay que apostar por ambos: crecer más en respuesta al programa de estímulos y reformas, y cerrando en los próximos años la brecha de ingresos impositivos con Europa —en torno a cinco puntos del PIB—, destinando los recursos adicionales a políticas públicas y a generación de un espacio fiscal.
Hay muchas maneras de construir un plan económico y social de ese tipo. En nuestra historia reciente tenemos una gran y variada experiencia. La lección más importante que se puede sacar del pasado es que lo que determina el éxito de ese tipo de pactos es el grado de respeto a tres grandes principios: que sus objetivos sean apoyados por la mayoría de la sociedad, que sea compatible con nuestros compromisos en Europa, y que concite la colaboración leal entre el sector privado y el sector público.
Tras los hoy tantas veces recordados Pactos de La Moncloa subyacía una visión que continúa siendo constitucional y básicamente correcta: “Con la economía de mercado hasta donde se pueda ir; con el Estado hasta donde sea necesario llegar”. Más allá de estas líneas rojas, se debería poder discutir de todo lo demás. Es un debate que necesitamos que se lance pronto y que transcurra con orden, profundidad y lealtad. Quizás ese será el momento de dar por finalizada la posguerra.
José Juan Ruiz fue economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo de mayo de 2012 a agosto de 2018.
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