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América Latina se desangra

No solo los periodistas y analistas se han visto sorprendidos por la toma de las calles por los indignados, sino que los presidentes de los diferentes países parecieran no haber percibido señales de este desborde

Un manifestante en una protesta en Santiago de Chile. / REUTERS
Un manifestante en una protesta en Santiago de Chile. / REUTERS

Las movilizaciones sociales en diferentes sitios del mundo han tenido un especial impacto en América Latina, lo que ha llevado a que se formulen numerosos análisis acerca de las causas y detonantes de estos procesos. Pero no solo los periodistas y analistas se han visto sorprendidos por la toma de las calles por parte de ciudadanos indignados, sino que los presidentes de los diferentes países parecieran no haber percibido señales de este desborde, o haberlo hacho de forma muy tardía, por lo cual los cauces de respuesta parecen erráticos y desesperados.

A continuación, se describen las causas comunes y los detonantes particulares de las protestas, para después analizar las respuestas, y las posibles salidas en cada caso. Finalmente hace falta preguntarse por aquellos países en los que aún no ha habido movilizaciones, pero cuya situación no difiere demasiado de la de aquellos que han tomado las calles. Si bien las generalizaciones restan rigor al análisis de los casos particulares, hay algunas características comunes que sirven de marco general a las protestas y, en especial, a la configuración de las demandas populares.

En primer lugar, se apunta a la desigualdad, generalizada en la región y puntera a nivel mundial. Las sociedades latinoamericanas arrastran una profunda diferencia de clases y una concentración de la riqueza crónica. Esta situación no solo hace difícil la superación de la pobreza, sino que además genera enormes dificultades a la movilidad social ascendente.

La estructura de distribución de la riqueza también afecta al acceso a los bienes públicos, a la participación y a la cobertura del Estado de derecho. Es decir, no es solo un limitante de las condiciones materiales de vida, sino que afecta y debilita la democracia, fragmenta a la sociedad y profundiza la vulnerabilidad de un gran porcentaje de la población, a la vez que produce decepción entre las clases emergentes y nuevas generaciones.

A estas dificultades se suma la volatilidad económica de países que en mayor o menor medida están centrados en la exportación de materias primas, baja productividad, bajos niveles de ahorro y alta informalidad laboral. Las economías latinoamericanas son muy vulnerables a los choques externos y tienen poca capacidad de resistencia contracíclica, lo que hace que la contracción económica afecte rápidamente a la calidad de vida de los ciudadanos y limita las posibilidades y sostenibilidad de la política social.

El actual ciclo de contracción económica que afecta a la región es uno de los problemas más importantes que enfrentan los gobiernos. El característico presidencialismo fuerte de la región hace que el castigo a la disminución de la calidad de vida material se transforme rápidamente en descontento y baja popularidad con el mandatario de turno. Una de las características de los países que han acogido movilizaciones ha sido justamente un aumento del descredito y desconfianza en el gobierno.

Un último factor que debe ser tenido en cuenta al hablar desde un punto de vista regional es el contagio. El éxito en la convocatoria de las primeras manifestaciones, especialmente las chilenas, su carácter juvenil, pluralista y la diversidad de las demandas sociales -muchas de ellas de carácter progresista- ha sido un aliciente para la movilización popular en otros países. Se ha acogido con esperanza lo que pareciera un despertar súbito de la conciencia popular y de su autopercepción de poder de transformación.

Sin embargo, las manifestaciones no son necesariamente nuevas y en todos los casos cuentan con importantes antecedentes de mano de colectivos organizados y amplios como los estudiantes, los grupos indígenas o las mujeres. Ahora bien, en este marco general, los detonantes particulares han sido variados y a ellos se han sumado una variedad de demandas que complejizan cada uno de los casos y su evolución.

En Puerto Rico, el primero de los países en movilizarse el pasado julio, la renuncia del presidente fue precipitada por la divulgación de audios en los cuales mostraba actitudes machistas, homófobas y ninguna empatía popular. En Argentina, antes de las elecciones sería la crisis económica y sus repercusiones lo que llevaría a la movilización. Perú, por su parte, vivió la disolución del Congreso por cuenta de la corrupción y una profunda polarización política. En Ecuador, en octubre, el movilizador sería las durísimas y mal aplicadas medidas de austeridad de un gobierno ahogado por la deuda heredada. El insostenible impacto social de los ajustes se suma a la insostenibilidad del cuadro fiscal y macroeconómico, y no se ve una salida rápida.

El caso chileno, también en octubre, se disparó a raíz del aumento del billete de metro, una excusa que rápidamente dio paso a la elaboración de demandas más amplias por parte de una población que ve frustradas sus expectativas, y muestra hartazgo ante la insatisfacción con la distribución y calidad de los servicios. Entre agosto y octubre, Honduras ha protestado por los nexos del presidente con el narcotráfico, un mandatario cuya legitimidad esta más que cuestionada, en un país agotado por la violencia, la corrupción y la pobreza.

En noviembre la protesta se trasladó a Bolivia ante la evidencia de manipulación de los resultados electorales que precipitó la renuncia de Evo Morales, ‘sugerida’ por un ejército que se aventuró a la política reviviendo todos los fantasmas del pasado dictatorial de la región. La renuncia del presidente fue el espacio en el que se consolidó un golpe reaccionario.

El abuso policial y del ejército ha profundizado el malestar y ha encendido las alarmas internacionales ante las posibles violaciones de derechos humanos 

En Colombia, el paro nacional había sido convocado mucho tiempo atrás ante el paquete de medidas de reforma pensional, fiscal y económica que han puesto en pie de guerra a numerosos colectivos. A esto se une el descontento por la falta de implementación de los acuerdos de paz y el asesinato de líderes sociales.

Aunque se analiza con menos frecuencia no se puede olvidar a Haití, que entre septiembre y noviembre ha visto manifestaciones que piden la renuncia del presidente, Jovenel Moise. El levantamiento popular se ha producido en el contexto de una sociedad marcada por la corrupción, la desigualdad social y la exclusión, con una inflación galopante y la devaluación de la moneda local, y la pérdida de las ventajas que le proporcionaba el acceso al crudo venezolano ahora restringido. Finalmente, hay que mirar a Panamá, donde se protesta contra la reforma constitucional acusada de generar discriminación, impunidad y promover la corrupción.

Así como existen causas comunes, también hay algunos rasgos comunes en la respuesta estatal, la más notoria de ellas ha sido la represión. El abuso de la contención policial y el recurso al ejército para mantener el control ha profundizado el malestar y ha encendido las alarmas internacionales ante las posibles violaciones de derechos humanos cometidas.

En cuanto a las posibles salidas o resultados de la movilización, es difícil preverlos. En primer lugar, porque a partir de los detonantes originales las demandas se han desplegado de forma tan amplia que requieren de la apertura de procesos de diálogo plurales para poder tratarlas. Bien es cierto que una consecuencia inmediata ha sido la marcha atrás de las propuestas más impopulares como la eliminación de subsidios en ecuador o el aumento del precio del metro en Chile. Sin embargo, a estas alturas del descontento ya no son más que pequeños parches en la maltrecha relación entre sociedad y gobierno.

El proceso constitucional en Chile parece la salida más clara, y en Colombia seguramente se generen algunas medidas sociales, aunque el diálogo se antoja largo y tedioso con un gobierno que tiene una voluntad poco clara en abordar transformaciones profundas. Más aún pareciera querer dejar pasar el tiempo para que la protesta y sus demandas mueran de aburrimiento.

En el caso boliviano serán las elecciones y su transparencia, además de la fórmula electoral a la que recurra el Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales, las que permitan salir de una situación de ruptura democrática y asenso reaccionario que no debería prolongarse por ningún motivo. En los casos de Honduras y Haití, desafortunadamente no se ven salidas porque ni siquiera la renuncia de los presidentes implica necesariamente las transformaciones que requieren los dos países para cambiar su situación.

Finalmente, hay que preguntarse por los países en los que no se han producido movilizaciones aún, pero cuya situación podría presagiar un contagio. Este es el caso de México y Brasil, los colosos regionales. En el primero, a pesar del descontento con la gestión de López Obrador, su creciente incapacidad para garantizar la seguridad y su repliegue a las ordenes de Washington, la imagen del presidente y su tono populista sirven como catalizador de una posible movilización popular. La popularidad del presidente, aunque no es alta tampoco ha caído, y sus seguidores mantienen la esperanza en que pueda conducir cambios que les beneficien; veremos si esto se mantiene en el tiempo o si la falta de resultados produce un desgaste rápido.

En el segundo, Bolsonaro, en uno de sus momentos más débiles, ha tomado nota del riesgo de movilización callejera y ha echado atrás un paquete de medidas de reforma económica y disminución del Estado. La salida de Lula da Silva de la cárcel y su intacta popularidad le han llevado incluso a revivir medidas represivas de la dictadura, aunque obra con prudencia sabedor de que puede ser el siguiente escenario de movilización.

Para cerrar el recorrido hay que mencionar a Nicaragua y Venezuela. Si Ortega se niega a convocar las elecciones de 2021 o intenta permanecer en el poder en contra de las mismas, la ya deteriorada situación se puede recrudecer y escalar el conflicto. Por ahora no da muestras de querer continuar con las negociaciones con la oposición y sus últimas acciones parecen un intento de enrocarse. En cuanto a Venezuela, el cambio en el panorama político regional tendrá efectos en la presión sobre el régimen: la entrada del nuevo gobierno en Uruguay y la posibilidad de que esto ocurra en Bolivia la dejarían debilitada. Sin embargo, aún no se ve ninguna salida realista para que se produzcan unas elecciones justas y transparentes que permitan el retorno a la democracia. Por lo pronto, las calles de Caracas seguirán divididas, pero la principal movilización seguirá siendo la que se produce en las fronteras con el éxodo de ciudadanos desesperados hacia otros países.

* Érika Rodríguez Pinzón en coordinadora de América Latina de la Fundación Alternativas

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