La macroeconomía del cambio climático
No queramos combatir el calentamiento global sin dedicarle los recursos presupuestarios que necesita
Hoy en día todo es verde. Banqueros centrales verdes, inversiones verdes, política fiscal verde, regulación verde. En la reunión anual del FMI del pasado octubre, el cambio climático aparecía en todas las conversaciones. Los banqueros centrales debaten cada vez más su posible contribución a la lucha contra el calentamiento global a través de políticas selectivas de compras de activos. Los reguladores y supervisores piden cada vez más detalles a las instituciones financieras del impacto medioambiental de sus carteras de préstamos e inversiones. La avalancha de propuestas para un uso más activo de la política fiscal se concentra en gran medida en la financiación pública de la transformación climática. Impact investment —que se traduciría como “inversiones con impacto”, inversiones que consideran no solo la tasa de retorno esperado, sino su impacto medioambiental (o social)— es la moda en los círculos financieros. La letra pequeña de las emisiones de bonos municipales en EE UU está empezando a incluir los riesgos asociados al cambio climático.
Todo este esfuerzo es necesario, sin duda. La concentración atmosférica de dióxido de carbono en el periodo preindustrial era de 275 partes por millón (ppm), y ya supera las 400 ppm. La última vez que esto ocurrió, hace aproximadamente tres millones de años, la temperatura media de la superficie terrestre era de tres grados por encima de la de finales del siglo XIX, el punto de referencia habitual de los estudios, y los niveles del mar eran entonces muy superiores a los actuales. Para que se hagan una idea, hoy ya estamos un grado por encima del nivel de finales del siglo XIX, y añadiendo unas 2 ppm de CO2 al año. Es por esto que la UE plantea comprometerse a reducir a la mitad sus emisiones en 2030 y alcanzar la neutralidad climática en 2050.
El debate económico se ha centrado sobre todo en las medidas que hay que tomar para alcanzar la reducción deseada de emisiones: el nivel adecuado de los impuestos sobre el carbono o los detalles de los permisos de emisiones. Pero, con la excepción de la edición de octubre del Monitor Fiscal del FMI, es una conversación que se ha circunscrito a los especialistas y que ha ignorado el posible impacto macroeconómico de la descarbonización. Por ejemplo, la transición ecológica implica abandonar tecnologías que son contaminantes, pero más productivas que las tecnologías verdes que las reemplazarían. Esta potencial reducción de la productividad tendrá un impacto negativo sobre el crecimiento y debería ser compensada con políticas de demanda.
La descarbonización también tendría un impacto negativo en el valor de los activos contaminantes. ¿Cómo se debería gestionar esa pérdida de valor? ¿Recuerdan la reconversión industrial española? Tampoco se ha analizado el impacto distributivo de la transición ecológica. ¿Qué segmentos de la sociedad y qué regiones dependen más de las tecnologías contaminantes, y qué tipo de ayudas serán necesarias para compensarles? No olvidemos que las protestas de los chalecos amarillos en Francia empezaron tras una subida de los impuestos al diésel. El beneficio de la transición ecológica recaerá sobre todo en las generaciones futuras, y la lógica económica indica que, en estos casos, las inversiones necesarias deben financiarse con deuda. Por tanto, las reglas fiscales europeas y la metodología de las agencias de rating deberían cambiar sus conceptos de sostenibilidad, otro argumento más para adoptar la llamada “regla de oro” fiscal (por la cual el presupuesto de inversión tendría que financiarse con deuda, no con impuestos o reducción de gastos). ¿Qué sucede si no hay coordinación internacional en la transición ecológica? ¿Habría que adoptar aranceles ecológicos para evitar comportamientos oportunistas?
Muchas preguntas aún sin respuesta, y que dependerán de cada país. Resolver estos aspectos macroeconómicos y fiscales de la transición ecológica es fundamental para que se mantenga el equilibrio político necesario para llevarla a cabo. En cierta medida, es una transformación similar a la globalización, necesaria y positiva, pero que genera ganadores y perdedores. Recuerda al afán liberalizador de los años noventa, cuando se quería incluir en el mandato del FMI la liberalización de los mercados de capitales sin plantearse las medidas compensatorias necesarias. Por una serie de razones que solo se han entendido con la perspectiva histórica, se quiso hacer la globalización de manera neutral para las finanzas públicas. Y el resultado ha sido una rebelión popular contra ella. No cometamos el mismo error. Toda guerra necesita una fuerte inversión económica. No queramos combatir el calentamiento de manera fiscalmente neutra, sin dedicarle los recursos presupuestarios para que sea un éxito, no solo medioambiental, sino también económico y político.
En twitter @angelubide
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