El redundante amarillo barcelonés
París no es Barcelona, donde, además, el chaleco es del mismo color que el taxi: amarillo sobre amarillo
Las modas, como los niños y las revoluciones, vienen de París. Por eso no sorprende que el chaleco amarillo —la prenda fluorescente que es obligatorio guardar en los automóviles para tener a mano en caso de percance en la carretera— se haya convertido en un icono revolucionario imitado por doquier. Desde que a mediados de noviembre estalló la revuelta en Francia, se ha visto esta prenda en protestas en Bélgica, Reino Unido o Alemania. Ahora son los taxistas de Barcelona quienes la adoptan como prenda de combate. ¿Funcionará?
La potencia del chaleco amarillo como bandera rebelde —un amarillo feo y gritón, anodino— residió al principio en su capacidad de hacer visible la Francia invisible. El chaleco es el prêt-à-porter de la Francia que madruga. De las ciudades pequeñas y medianas. La que el 15 de cada mes empieza a notar el pinchazo de la factura por el diésel y la que se irrita cuando París decide reducir la velocidad máxima en las carreteras de 90 a 80 kilómetros por hora. La que se siente víctima de la globalización y de sus élites.
Los taxistas que se ven asediados por irrupción de Uber y otros modos de transporte compartido también pueden argumentar, como los chalecos amarillos franceses, que son víctimas de la globalización, de un capitalismo sin freno que trastoca el viejo orden y las viejas protecciones. También son un movimiento asociado al coche, espacio en el que esta nueva bandera que es el chaleco de seguridad siempre está a mano. Ambas —la protesta de los chalecos amarillos en Francia y la de los taxistas barceloneses— expresan una crisis de movilidad propia de nuestro tiempo: quién se desplaza, cómo, adónde, por qué precio. Y ambas han tenido una deriva violenta, deriva en la que los periodistas han sido un objetivo preferente.
Aquí termina todo parecido. La revuelta de los taxistas es sectorial; la de los chalecos amarillos, es de clase, y transversal. La de los taxistas es urbana. La de los chalecos amarillos, es rural y provinciana. Y, aunque ambos movimientos han degenerado en violencia —no mayoritaria pero real—, esta se expresa en contextos muy distintos. En Francia, país con tradición revolucionaria, los chalecos amarillos han llegado a contar con un 80% de apoyo popular y un amplio sentimiento social de comprensión ante los altercados. En Barcelona y en España, es más difícil imaginar que manifestaciones sectoriales como las del taxi lleguen a sumar tantas simpatías y que la violencia marque la agenda del Gobierno como ha sucedido en Francia.
París no es Barcelona, donde, además, el chaleco es redundante: el mismo color del taxi, amarillo sobre amarillo. Las modas importadas, incluso las francesas, tiene sus límites.
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