La importancia de la jurisprudencia: a propósito del lío de las hipotecas
Este lunes, 5 de noviembre, el Pleno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo se reúne para decidir si confirma o no el nuevo criterio jurisprudencial por el que se ha inclinado una de sus secciones en una reciente sentencia de 16 de octubre. Hasta ahora, la jurisprudencia del alto tribunal, consolidada a lo largo de dos décadas, sostenía que el impuesto de actos jurídicos documentados que grava el préstamo hipotecario lo debe pagar el prestatario (el cliente que recibe el préstamo), y no el prestamista (el banco). La sentencia de 16 de octubre, “aun reconociendo la solidez de buena parte de los argumentos en los que descansa la jurisprudencia” constante de esta sala, corrige esa tesis, y afirma ahora que el impuesto recae sobre el prestamista.
En la opinión pública se ha producido un gran escándalo por el modo en que se ha gestionado este asunto en el interior del Tribunal. Su presidente, Carlos Lesmes, ha pedido disculpas por los errores cometidos. A mi juicio, sin embargo, el debate más importante es otro: ¿Cuándo puede el Tribunal Supremo efectuar un giro jurisprudencial como el que resulta de la sentencia de 16 de octubre? Este es un tema sobre el que se ha reflexionado mucho en el ámbito de la teoría del Derecho. Ha sido iluminadora, en este sentido, la práctica seguida por los tribunales de los países de cultura jurídica anglosajona, en los que siempre se ha tomado muy en serio el papel de la jurisprudencia para garantizar la seguridad jurídica y la igualdad en la aplicación de la ley. Pues bien, a la luz de dichas enseñanzas, me parece claro que el Tribunal Supremo haría bien en mantener la jurisprudencia sentada hasta ahora en esta materia, en lugar de abrazar el nuevo criterio que se deduce de la sentencia de 16 de octubre.
En primer lugar, cuando la jurisprudencia se ha afianzado de manera rotunda en un espacio temporal tan amplio, existe una presunción a favor de su continuidad. Ello es así, a fin de preservar la seguridad jurídica y la igualdad. La carga argumentativa recae sobre quienes afirman que esa jurisprudencia es errónea. Para satisfacer esta carga, no basta con exponer las razones por las que se estima que el nuevo criterio es preferible al anterior. Se exige algo más: esas razones deben ser muy convincentes, hasta el punto de derrotar las razones que apuntan en la dirección de mantener la jurisprudencia consolidada, por la necesidad de proteger la seguridad y la igualdad ya mencionadas.
Los magistrados que han dictado la sentencia de 16 de octubre reconocen explícitamente que la tesis jurisprudencial que el Supremo ha sostenido hasta ahora cuenta con sólidos argumentos a su favor. Admiten, pues, que la tesis es defendible. Siendo ello así, ¿está justificado el cambio de criterio? Lo estaría si nos encontráramos ante una cuestión de suficiente importancia desde el punto de vista del valor de la justicia. Es evidente, por poner un ejemplo extremo, que si el Tribunal Constitucional piensa en un determinado momento que su jurisprudencia en materia de aborto es errónea, o que debe ser reconsiderada a la luz de los cambios sociales y culturales habidos, debe dar el paso de modificarla, aunque resulten afectadas la seguridad jurídica y la igualdad. Pero el asunto del impuesto sobre las hipotecas es un asunto fundamentalmente técnico, donde se discute la naturaleza tributaria de la relación entre dos negocios jurídicos (préstamo e hipoteca), y donde no está en juego ningún principio básico de justicia.
Desde el punto de vista de la justicia, es irrelevante que el impuesto lo tenga que pagar el prestatario o el prestamista. Tanto para los bancos como para los clientes, la situación no cambia en función de quién sea el sujeto gravado por este impuesto. No hay ninguna distribución de riqueza por el hecho de que opere un criterio en lugar de otro, pues los términos de los contratos se negocian a partir de las reglas existentes, y su contenido económico se fija en consecuencia. Si mañana se modificara la ley tributaria y se obligara al vendedor de un inmueble a pagar el impuesto de transmisiones patrimoniales que ahora recae sobre el comprador, ello no comportaría una transferencia de riqueza de los vendedores a los compradores. En virtud del mecanismo de los precios, dicha ley sería económicamente neutral.
En segundo lugar, es importante recordar que, además del Tribunal Supremo, también el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre esta cuestión, afirmando que es perfectamente conforme con la Constitución que la ley considere sujeto pasivo de este impuesto al prestatario. En efecto, en dos resoluciones dictadas en 2005, el pleno del Tribunal Constitucional dictaminó por unanimidad que el prestatario que constituye una hipoteca sobre un bien revela con ello una determinada capacidad económica que es susceptible de ser gravada. En su sentencia de 16 de octubre, el Tribunal Supremo se desvía de esta doctrina del máximo intérprete de la Constitución.
Existe un tercer argumento a favor de mantener la doctrina jurisprudencial elaborada hasta ahora: el argumento basado en la teoría de la aquiescencia legislativa. En efecto, la ley que salió del parlamento no era muy clara en cuanto a quién es el sujeto pasivo del impuesto. El Gobierno (presidido entonces por Felipe González) dictó en 1995 un reglamento aclarando que el impuesto recae sobre el prestatario. El Tribunal Supremo confirmó la validez de esta aclaración efectuada por el Gobierno. Tengamos en cuenta que en un sistema parlamentario como el nuestro, el poder ejecutivo es el autor intelectual de la mayoría de las leyes que aprueban las Cortes. Es más, también las normas forales del País Vasco disponen expresamente que el sujeto pasivo es el prestatario. Y, naturalmente, las Administraciones tributarias han procedido siempre a exigir este impuesto a los prestatarios. Pues bien, si durante tantos años ha estado operando plenamente, sin fisuras, una determinada interpretación de la ley, el silencio del legislador equivale a aceptación. Si el Parlamento observa cómo se está aplicando la ley (en el sentido que fija el Gobierno en un reglamento), y no reacciona, ello es indicio de que la interpretación que se está siguiendo cuenta con su respaldo.
Existen, pues, razones estrictamente jurídicas, desligadas de consideraciones relativas al impacto económico de las sentencias, que militan a favor de la continuidad jurisprudencial. Ahora bien, supongamos que las razones que acabo de exponer no son persuasivas. Supongamos, concretamente, que en el pleno del 5 de noviembre, la Sala Tercera decide confirmar el giro jurisprudencial, de modo que el prestatario ya no es el sujeto pasivo del impuesto, sino que lo es el banco. ¿Cuáles son las consecuencias? ¿Deberá Hacienda devolver a los prestatarios lo pagado indebidamente? ¿Con qué base legal podría el Tribunal Supremo modular los efectos de su pronunciamiento para evitar tales devoluciones? ¿Y qué ocurre con los bancos? ¿Puede Hacienda girarles liquidaciones por el impuesto, a pesar de que los bancos confiaron en la corrección de la interpretación efectuada por el Tribunal Supremo, cuya adecuación a la Constitución fue respaldada de manera nítida por el Tribunal Constitucional? ¿Y pueden los prestatarios demandar a los bancos por la vía civil? ¿No está en juego la responsabilidad patrimonial de la Administración?
Hay que tener en cuenta que los prestatarios no pagaron el tributo en aplicación de una cláusula contractual o de una condición general impuesta por los bancos, sino en cumplimento de la ley tributaria. Los bancos, en efecto, definieron un determinado tipo de interés en función de esa ley, confiando legítimamente en la interpretación que los altos tribunales venían haciendo de la misma, y atendiendo en todo momento las indicaciones de las Administraciones tributarias. Está claro que la Sala Tercera no va a poder zanjar el aspecto civil de la controversia el 5 de noviembre, por la sencilla razón de que no incumbe a su jurisdicción, sino a la jurisdicción encabezada por la Sala Primera del Supremo, determinar los efectos civiles del cambio jurisprudencial en materia tributaria.
En suma, es de esperar que los magistrados de la Sala Tercera, llamados como están a generar certeza en el sistema jurídico, serán sensibles a la necesidad de contar con muy buenas razones para abandonar una regla jurisprudencial bajo la cual todo un país se ha organizado durante varias décadas a la hora de suscribir contratos de préstamo con garantía hipotecaria, mientras el legislador no dio señal alguna de que objetara al modo en que el Gobierno y la Administración estaban aplicando la ley, y a la forma en que el Tribunal Supremo la estaba interpretando, con la confirmación incluso del Tribunal Constitucional. De la lectura de la sentencia de 16 de octubre no se deducen razones suficientes para justificar un giro jurisprudencial de esta magnitud, que desencadenaría graves consecuencias para la imagen internacional de España.
Víctor Ferreres Comella es catedrático de Derecho Constitucional en la Universitat Pompeu Fabra
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