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Columna
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Contra la desigualdad por tierra, mar y aire

Las empresas han ajustado salarios, pero no márgenes comerciales ni beneficios o sueldos de la alta dirección

Antón Costas
Rafael Ricoy

¿Por qué te preocupa tanto la desigualdad? ¿Qué tienes contra la riqueza que ha logrado tu paisano Amancio Ortega, el fundador y presidente de la gallega Inditex? Estas dos preguntas me las lanzó un buen amigo, alto directivo de una conocida empresa española multinacional, en un coloquio de una conferencia que di en Madrid hace ya más de un lustro.

Tengo que reconocer que hicieron mella en mí. ¿No me estaría pasando en mi preocupación por la creciente desigualdad? Esas preguntas planteaban la cuestión de la tolerancia social a la desigualdad y, más allá, de la propia deseabilidad de una cierta desigualdad. En general, una desigualdad que sea el resultado de las habilidades y capacidades entre las personas que se desenvuelven en entornos económicos competitivos donde el mérito es el principal determinante de la riqueza y la renta no debería causar preocupación. Al contrario, puede verse incluso como necesaria para que las personas tengan motivos para esforzarse en trabajar e invertir.

Pero aunque pueda encontrar algunos argumentos para defender ciertos grados de desigualdad, no encuentro ningún argumento que permita justificar la actual desigualdad. Está amenazando la igualdad de oportunidades, la inversión productiva y un crecimiento sano y sostenido. Y mina también el fundamento de la sociedad liberal. La igualdad es uno de los elementos más antiguos y profundos del pensamiento liberal. El principio de igualdad no necesita ni de explicación ni de justificación. La desigualdad, por el contrario, necesita alguna justificación para que sea socialmente aceptable, legítima. Y no la hay.

Las estadísticas sobre el aumento de la desigualdad se acumulan. Déjenme que mencione solo una. Según los resultados de la macroencuesta sobre Competencias Financieras elaborada por la CNMV y el Banco de España, el 15 % de personas viven en hogares que si perdiesen su principal fuente de ingresos apenas podrían mantener un mes su gasto. Tendrían que endeudarse. En total, un 22% se encuentran en lo que el informe llama “vulnerabilidad económica”. Están abocados a ser carne de cañón para prestamistas desalmados. Y más cuando la extraordinaria concentración bancaria en España ha sido tan violenta que ha provocado la exclusión financiera de los pobres.

¿Por qué si la desigualdad es un disolvente tan poderoso de una sociedad liberal decente y de una economía de mercado progresista no tiene prioridad en las políticas de los gobiernos? Posiblemente porque la lucha contra la desigualdad requiere innovaciones conceptuales que aún no se han producido. Es decir, nuevos marcos mentales con los que pensar las causas, consecuencias y remedios. Un ejemplo es la relación entre eficiencia y equidad. Lo que a mí me enseñaron en las aulas, y después yo enseñé a mis alumnos, era que toda sociedad que quiere mejorar la equidad social se enfrenta a un dilema. Dado que suponíamos que la causalidad era inversa, si se quería aumentar la equidad se tenía que estar dispuesto a aceptar el coste de disminuir la eficiencia de la economía. Ese dilema era trágico. Pero los nuevos datos y análisis muestran que en realidad la relación es la contraria: un aumento prudente de la equidad mejora la eficiencia de la economía y hace más sostenible y sano el crecimiento. De acuerdo con esta nueva evidencia, la conclusión para las políticas es que a la hora de buscar remedios a la desigualdad es mejor redistribuir que endeudarse.

Pero redistribuir más y mejor no es suficiente. También es necesario luchar desde dentro de la propia economía de mercado a la hora de distribuir la renta creada entre salarios y beneficios. Las empresas españolas han ajustado salarios, pero no márgenes comerciales, ni beneficios, ni sueldos y pensiones de la alta dirección.

La lucha contra la desigualdad no puede quedarse a las puertas de la empresa. Ha de incorporarse como un objetivo explícito de la gobernanza empresarial. Pero para ello también necesitamos innovaciones conceptuales. El marco analítico convencional de la Ética Utilitarista que se aplica a la responsabilidad social empresarial no es el más adecuado para abordar los efectos externos de la desigualdad. Se necesita el marco de la Ética de la Justicia. Pero también aquí hay novedades conceptuales que se van abriendo paso de la mano de estudiosos de la empresa, como el profesor Vicente Salas. De ellas hablaré en un siguiente artículo.

Contra la desigualdad hay que luchar desde las políticas redistributivas, desde el mejor funcionamiento de los mercados competitivos y desde la autoregulación interna del gobierno corporativo. Dicho de otra forma, contra la desigualdad hay que luchar por tierra, mar y aire. Nos jugamos muchísimo en esta guerra.

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