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Columna
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Terciarización buena y mala

La española es la única de las cinco grandes economías de la UE en el que el peso de la tecnología no ha crecido

Emilio Ontiveros
Maravillas Delgado

La pérdida de peso de las manufacturas en la estructura productiva de las economías avanzadas, desde luego en Europa, es una evidencia con más de cincuenta años a sus espaldas. Esa desindustrialización ha sido menos explícita y homogénea en el descenso del valor relativo de la producción que en el del empleo. Se trata, efectivamente, de “transformaciones estructurales” consecuentes con variaciones en la demanda, en la tecnología y en la extensión de la integración comercial y financiera internacional.

En las economías consideradas en desarrollo esa tendencia se ha manifestado de forma mas desigual: aunque el empleo manufacturero se ha mantenido más estable, en aquellas economías de desarrollo rápido más reciente representa una proporción relativamente reducida del empleo total y también una participación en la renta nacional inferior a las que emergieron antes.

El sector servicios no ha dejado de crecer en casi todo el mundo, en las economías avanzadas a costa fundamentalmente de las manufacturas, y en las menos desarrolladas también de la agricultura. Desde los años setenta del siglo pasado la participación de los servicios en el empleo global ha aumentado aproximadamente 16 puntos porcentuales. En las economías avanzadas ha caído el empleo, pero no el valor de la producción manufacturera gracias al ascenso de la productividad, a pesar del estancamiento de los últimos años.

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Las consecuencias de una transformación tan intensa han sido objeto de discusión desde hace años entre académicos, no solo economistas, sino sociólogos, urbanistas y, desde luego, políticos. Pero en los últimos tiempos se ha centrado esencialmente en las implicaciones que pueda tener sobre la productividad y sobre la desigualdad. Esa ha sido la justificación que ha llevado al Fondo Monetario Internacional (FMI) a dedicar a ese análisis uno de los capítulos monográficos de su informe de perspectivas del pasado abril.

La productividad ha de ser, con razón, el principal centro de atención en el comportamiento de cualquier economía. Por reiterada que resulte, la afirmación de Paul Krugman: “La productividad no es todo, pero a largo plazo es casi todo. La capacidad de un país para mejorar sus condiciones de vida lo largo del tiempo depende casi totalmente de su capacidad para aumentar el valor de la producción por habitante”, sigue siendo pertinente.

El crecimiento sostenido de la productividad en Europa y EE UU desde la revolución industrial ha estado basado en la industrialización, fundamento a su vez de los procesos de desarrollo económico. También ha sido la que posibilitó la convergencia de algunas economías asiáticas a mediados del siglo pasado. Su impacto se extendió a la creciente urbanización y a la emergencia de nuevos estratos y hábitos sociales y políticos, incluido el debilitamiento de las élites agrarias tradicionales. Ahora nos encontramos ante una alteración de la propia dinámica histórica. Esas transformaciones no se están replicando en algunas de las economías menos avanzadas, como algunas latinoamericanas y las del África subsahariana.

El descenso en el crecimiento de la productividad y de la renta a medida que se desplazan factores desde las manufacturas a los servicios no es algo nuevo: fue hace años advertido por diversos autores, el más remoto William Baumol a finales de los sesenta del siglo pasado. Lo que ahora inquieta más es el impacto sobre aquellas economías menos avanzadas, especialmente las que queman la etapa intermedia de la tradicional industrialización y hacen una transición directamente desde la agricultura a los servicios. Ello puede efectivamente limitar la capacidad para estrechar las diferencias de renta frente a las economías avanzadas que transitaron por esa fase de industrialización.

Dani Rodrik en un trabajo de 2015, Premature Deindustrialization, NBER, W. 20935 ya advertía de esa tendencia en las economías consideradas postindustriales. Destacaba que los países que abandonaban demasiado pronto las oportunidades de industrialización disponían de niveles de renta inferiores a los que atravesaron esa completa industrialización. Los asiáticos orientados a la exportación de manufacturas contrastarían favorablemente con los latinoamericanos y, desde luego, con los subsaharianos. Las dos razones que este profesor de Harvard aducía eran la propia dinámica de globalización y el progreso tecnológico reductor de factor trabajo en el sector secundario. Las implicaciones de esa prematura desindustrialización eran inquietantes, no solo desde el punto de vista estrictamente económico, sino también político, como podía ser el fracaso de los procesos de democratización.

Ahora el FMI cuestiona que esa expansión del sector servicios reduzca necesariamente la productividad del conjunto de la economía, dada la diversidad de subsectores con niveles de productividad y ritmos de crecimiento distintos. En algunos de ellos, especialmente los receptores de avances recientes en las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC) y los comercializables se pueden registrar ganancias de productividad significativas. Por tanto, el impacto sobre la productividad de esos desplazamientos en el empleo dependerá de la mezcla de subsectores que ganan o pierden participación.

El temor al aumento de la desigualdad emerge debido a que tradicionalmente los trabajadores con cualificaciones medias o bajas han obtenido mayores salarios en las manufacturas que en los servicios: una mayor movilidad social ha estado asociada con los procesos de industrialización. En consecuencia, una reducción de la participación del empleo en las manufacturas agravaría la ya inquietante desigualdad en la distribución de la renta. De la observación empírica se deduce que en aquellos países en los que ha aumentado la desigualdad en el seno de las rentas del trabajo desde 1980 ha caído la participación del empleo en las manufacturas. Lo que ahora sostiene el FMI es que no existe análisis suficiente sobre los mecanismos que subyacen en esa correlación, dado que esos países que han perdido más empleo manufacturero han podido estar más expuestos a otros factores impulsores de la desigualdad, como es el cambio tecnológico o la automatización de tareas en la propia industria. De ello se deduciría que las políticas adecuadas para reducir la desigualdad no serían tanto las destinadas a impedir el descenso del empleo en la industria como las orientadas a asegurar una mayor inclusión en las transformaciones tecnológicas.

En España, la pérdida de importancia relativa de la industria en empleo y valor añadido ha sido similar a la del conjunto de países desarrollados, aunque a partir del año 2000 se intensificó. Los profesores José Carlos Fariñas, Ana Martín y F.J. Velázquez analizaron en un trabajo La desindustrialización de España en el contexto europeo publicado en Papeles de Economía Española de 2015 tres explicaciones distintas, pero no excluyentes de esta pérdida de importancia relativa: el cambio estructural asociado con la evolución de la productividad y demanda relativas, el comercio y la competencia exterior, y los fenómenos de externalización y terciarización de la industria. Sus conclusiones renuevan su significación a tenor de las consideraciones del trabajo del FMI.

Con todo, lo que más inquieta es la conclusión relativa a la intensidad tecnológica de nuestras manufacturas. La española es la única de las cinco grandes economías de la UE en la que el peso de los sectores de tecnología y mercados globales, clave en la transmisión de externalidades vinculadas al conocimiento para el resto de sectores, no ha crecido. Y ya sabemos que, si la productividad es casi todo, en ella el conocimiento, ya sea el creado o el absorbido, es la pieza esencial. También para que la imparable terciarización sea buena.

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