Para qué sirve la Tasa Tobin
Diversas necesidades se disputan la recaudación de un impuesto que no existe
Para reducir la especulación de los flujos financieros, como pretendía su inventor, el Premio Nobel de Economía James Tobin; para reducir los índices de pobreza en el mundo, como defendió el movimiento antiglobalización a principios de siglo; para financiar la lucha contra el cambio climático, como reivindican los ecologistas y los partidarios de una transición energética; para cubrir los déficit de la Seguridad Social y poder pagar unas pensiones públicas dignas a los jubilados. Todavía no se aplica la tasa sobre las transacciones financieras a nivel regional o mundial, y muchos sectores se disputan una recaudación que no será infinita.
La Tasa Tobin es como las serpientes de verano: aparece y desaparece según las coyunturas. La última vez ha sido cuando se ha hecho pública la propuesta del Partido Socialista para asegurar la sostenibilidad del sistema público de pensiones español y resolver su déficit. Muchos la han criticado; ahora esperamos conocer las medidas del resto de las formaciones políticas y, sobre todo, la del PP, que es quien está gobernando y quien nos ha conducido al vaciamiento de la hucha. Los socialistas son conscientes que aunque se ha aprobado una directiva en la Unión Europea sobre un impuesto aplicado a las transacciones financieras, no cuenta con unanimidad y la actividad de los lobbys bancarios en Bruselas no deja de tener efectos constantes. Por ello, apuestan por la implantación de un impuesto comparable al que ya está en vigor en algunos países europeos (Francia), que no han esperado al proceso de armonización europea. Ello con la idea de desalentar la especulación financiera –considerada la causa de la crisis de 2008- y conseguir que los bancos contribuyan más a los esfuerzos de recuperación de las finanzas publicas.
Tobin, un economista de matriz keynesiana, propuso en el año 1978 gravar los beneficios logrados con los movimientos de dinero en los mercados de cambio. Pensaba en un impuesto muy pequeño, entre el 0,01% y el 0,025% del capital invertido, que no ha dejado de ser un ejercicio teórico. Se trataba de “echar un poco de arena en los engranajes bien aceitados de la especulación financiera”: la expansión de los movimientos de dinero hace que los tipos de cambio de las monedas varíen mucho, por lo que gravando estos movimientos con un impuesto se reduciría la inestabilidad.
Al final de la década de los noventa, un James Tobin ya octogenario, testigo de la crisis de los tigres asiáticos y de América Latina, hizo una entrevista en Le Monde en la que se seguía mostrando partidario de la tasa de su nombre en una coyuntura intensa de globalización económica: cada país aplicaría el impuesto sobre las dos transacciones efectuadas en su territorio (de ida en una moneda y de vuelta en otro). Pero era realista sobre las posibilidades de su aplicación: creía que la comunidad financiera boicotearía la idea: “A la gente no le gusta pagar impuestos. Piensa que se trata de una interferencia en las leyes de mercado”. Nunca pasó por su cabeza que su elasticidad sería tan grande como para obtener ingresos para cosas tan diferentes como las que se están proponiendo.
Que se aclaren.
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