Economía de la interpretación
En todas las profesiones hay, desigualmente repartidas, mentes brillantes y reconocidas, esforzados héroes anónimos, parásitos y falsos profetas. La economía no es una excepción. Las mezclas a veces son confusas cuando el puente que cruza lo académico y se adentra en lo mediático se vuelve ancho. O cuando parte de lo mediático sin un origen científico reconocido. En el mundo académico el reconocimiento se alcanza (cada vez más afortunadamente) por la capacidad de convencer a otros investigadores de que tus resultados son publicables en alguna revista reconocida, con impacto. En muchos países no cabe entender el reconocimiento hacia un economista si ese esfuerzo no es reconocible y algunos de los más citados acaban ocupando puestos de responsabilidad, con mayor o menor acierto pero con la legitimidad de su esfuerzo previo.
Aun así, hasta los mejores economistas del mundo se ven obligados a aclarar o a rectificar sus posiciones en ocasiones. Lo que está ocurriendo últimamente es que algunas de estas publicaciones están siendo objeto de interpretaciones erróneas. La fama de algunas obras trasciende su ámbito profesional pero coloca a sus autores en una delicada posición. Es bastante loable y de agradecer que algunos economistas de prestigio académico escriban libros destinados a divulgar cuestiones de interés general que no pueden trasladarse al gran público desde el artículo o la revista técnica. Pero sucede también que, inmediatamente, las voces interesadas colocan un cártel ideológico sobre la obra y la interpretan a su conveniencia. Ha habido dos casos palmarios en los últimos tiempos, de diferente génesis y desarrollo pero con un trasfondo común de equivocada interpretación.
Hasta los mejores economistas deben rectificar en ocasiones
En primer lugar, sucedió en su momento con los profesores Reinhart y Rogoff. Un economista académico avezado, con competencia investigadora, no dudaría de la calidad de sus aportaciones. El problema fue cuando su obra se trasladó al terreno del show business y a partir de un libro suyo se llegó a concluir que había un nivel de deuda a partir del cual el crecimiento de una economía estaba seriamente comprometido. Esta visión se convirtió en bandera de los defensores de la austeridad presupuestaria. Cuando se descubrió un error en los datos (el famoso “error del Excel”) no sólo se quiso borrar de un plumazo el prestigio de estos autores (que debieron frenar la euforia antes de que deviniera en desastre) sino que la pifia pasó a ser estandarte de la crítica al “austericidio”.
En segundo lugar, se habla en estos días de la nota que el célebre economista Thomas Piketty –sobre cuya calidad académica tampoco hay duda- publicará en American Economic Review y que ya está disponible en la red. Se trata de un breve ensayo de apenas seis páginas en la que el que Piketty reacciona a la interpretación interesada de algunos de los resultados comentados en su libro y éxito de ventas “El Capital en el siglo XXI”. Pretende, así, adelantarse al problema de alcanzar la fama por méritos distintos a los que desearía. Todo ello después de que un número importante de partidos políticos –en medio de la profusión de procesos electorales en este año- hayan tratado de ganar legitimidad acercándose de algún modo a Piketty. Ahora este autor relativiza de forma palpable la observación de que cuando la tasa de crecimiento de la rentabilidad del capital es mayor que la de la economía las desigualdades pueden acelerarse. Más aún cuando que otros factores como la calidad institucional –ligada a reformas estructurales- podría tener tanto o mayor peso.
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