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Columna
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En Europa manda un banco

Desde 2011, la economía de la eurozona cae un 0,4%, mientras que EE UU ha crecido un 5,2%

Joaquín Estefanía

Sólo hay una institución en Europa con poder para corregir sus deficiencias económicas: el Banco Central Europeo (BCE). Las demás permanecen al pairo, permanentemente estupefactas al ver cómo fallan una y otra vez las políticas que llevan recetando año tras año. La crisis ha dado al traste con la ortodoxia implantada sin que se haga público ningún intento serio por rectificar los errores que han llevado la economía al desastre.

Se demostró la semana pasada. Cuando se ponen encima de la mesa más previsiones de estancamiento y congelación de los precios, y la única tasa que permanece igual o peor a largo plazo es la de paro, el BCE toma medidas (polémicas, algunas de ellas sin cuantificar —como por ejemplo, cuánto dinero público se va a movilizar a partir de octubre en la anunciada compra de activos privados—, discutibles en cuanto a quienes van a ser sus principales beneficiarios…) mientras la Europa política permanece silente y se autoconvoca para hablar del problema ¡en octubre!

¿A quién le puede extrañar que muchos ciudadanos se sientan consternados al ver cómo se marchita la esperanza de una vida mejor para ellos y sus hijos, cuando lo que están exigiendo en las elecciones (con su voto o su abstención) y en las calles es que se reaccione con la misma urgencia y la misma firmeza con respecto al empleo, la vivienda o la industrialización que ante las dificultades financieras o los desequilibrios macroeconómicos?

Al mismo tiempo que estos ejemplos de acción e inacción europea ha habido cambios telúricos en Francia, país central de la UE. Unos y otros están relacionados simbióticamente. El presidente Hollande se ha movido simultáneamente en dos direcciones aparentemente contradictorias. Los hechos: ha destituido a su ministro de Economía (Arnold Montebourg), muy crítico con la política hegemónica que llega de Bruselas, lo ha sustituido por un representante que se reconoce cómodo con esa política y ha confirmado los recortes ya anunciados en el sector público. Las declaraciones: pide un pacto europeo de largo alcance para fijar una política de inversiones públicas, fundamentalmente en infraestructuras digitales y en industrialización; demanda a la Comisión Europea una política más flexible sobre la contención del déficit público, y exige actuaciones urgentes (aquí entra el BCE) para una reducción del tipo de cambio del euro que reactive las exportaciones.

Lo ocurrido en Francia subraya algo que habíamos experimentado los españoles en 2010 (con Zapatero) y mucho antes los propios galos con el también socialista Mitterrand, en 1981: en tiempos de globalización no se permite el keynesianismo en un solo país. O dicho de otro modo: si se quiere aplicar una determinada política en el seno de la UE que —equivocada o no— es aquella que los ciudadanos eligen mayoritariamente, no es posible hacerlo porque quienes aplican las reglas del juego europeo lo impiden. Esto abre un muy interesante debate que no se puede obviar en términos de calidad democrática. La cumbre por el estímulo de Hollande coincide casi exactamente con el pacto social que elaboró el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, poco antes de la entrevista de Rajoy con Merkel. Es una alternativa ante el fracaso de una política económica que se puede cuantificar, por ejemplo, del siguiente modo: desde que Rajoy llegó a la Moncloa en el último trimestre de 2011, la economía de la zona euro ha caído un 0,4% acumulado, mientras que la de Estados Unidos ha crecido en el mismo periodo un 5,2%.

Incorporar a las reformas nacionales las medidas de estímulo a la inversión pública y ayudar a la reactivación con compras de deuda pública masiva por parte del BCE parece la combinación que trata de abrirse paso. Pero para ello habrá que vencer la resistencia de Alemania y sus glacis, que parece seguir haciendo suya la “teoría de la disonancia” del psicólogo social Leon Fustiger: supongamos que una persona cree algo de todo corazón, supongamos que entonces se le ofrecen pruebas rotundas e inapelables de que esa convicción es errónea. ¿Qué ocurrirá? Con frecuencia, esa persona quedará no sólo impertérrita, sino aún más convencida que antes de la veracidad de sus ideas. En efecto, puede mostrar un nuevo fervor en el sentido de convencer y convertir a otras personas.

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