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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Todo contra la industria

Europa (dice que) quiere reindustrializarse. Apenas nada de eso se discute en España, ni se propone (oficialmente) nada

Xavier Vidal-Folch

Europa (dice que) quiere reindustrializarse. La cumbre del día 20 abordará una nueva frontera industrial con asuntos concretos en los que se ha avanzado muy poco: el coste de la energía en la producción, muy superior al estadounidense; la falta de adecuación de las cualificaciones profesionales; el desarrollo de infraestructuras; las patentes; las cadenas mundiales de valor; la especialización inteligente y las tecnologías.

Apenas nada de eso se discute en España, ni se propone (oficialmente) nada. Por eso es normal que la industria haya pasado de representar el 39% del PIB español en 1972, al 25% en 1980 y a un miserable 14% en 2013.

Recuerden los enemigos de las chimeneas (y de sus sustitutos actuales: todos los chismes digitales) que el aumento del paro y la caída de la industria no solo corren parejos en el calendario, sino que van vinculados.

Solo la industria crea empleo de calidad, estable, correctamente pagado y socialmente cohesionador. Lo han descubierto en la escuela alemana hasta los británicos, que despeñaron sus manufacturas para descubrir la dudosa panacea de unos servicios —sobre todo financieros— donde ha fructificado la Gran Recesión.

Más aún, casi todas las buenas noticias económicas en el último lustro han provenido de la industria: el alza de las exportaciones (en su gran mayoría, productos manufacturados); el consiguiente (y milagroso) mantenimiento de la cuota comercial española en el mercado mundial; la creciente apertura del sistema económico, cifrada en que las ventas exteriores han pasado del 24% del PIB en 2008, al actual 35%.

Campan sueltos el burocratismo, el centralismo y la inseguridad jurídica

Y sin embargo, todo se conjura contra la necesidad de una nueva oleada reindustrializadora. Al menos desde la Administración, obsesionada por estropear la economía real si hay la mínima ocasión para ello, mediante el burocratismo centralista, el provincianismo y la inseguridad jurídica.

Ejemplos de estos síndromes fatales los hay a patadas. Valga con algunos. Burocratismo: la nueva ley de telecomunicaciones, que está a punto de culminar su tramitación parlamentaria, devuelve hasta 22 competencias al Ministerio de Industria, en contradicción con las indicaciones de la Comisión Europea. En detrimento de la Comisión Nacional de los Mercados y de la Competencia. Y achatarrando la antigua CMT y, de paso (¿azar?), su sede barcelonesa, el único organismo de capitalidad fuera del monopolio de poder de la capital: luego se quejan del ascenso del centrifuguismo.

Provincianismo: acaba de entrar en vigor la ley de garantía de la unidad de mercado. Y su medida estrella: la licencia única por la cual toda empresa que obtenga acceso a actuar en cualquier autonomía, lo tendrá también en las demás. Es la técnica del reconocimiento mutuo. El riesgo es la competencia regulatoria bajista, que erosione garantías y calidades. El provincianismo estriba en que en vez de emplearse un referente europeo se usa uno nacional. Va bien para la propaganda antiseparatista y es casi inane para el despliegue industrial: las diferencias regulatorias e impositivas son inferiores aquí que en EEUU. Y es más sustancial el coste de la energía o el de disponer de investigación aplicada que el del papeleo.

Inseguridad jurídica: las excesivas subvenciones concedidas por el anterior Gobierno a las energías renovables (de hasta el 14% y el 20%) han sido reemplazadas por los pleitos internacionales contra el actual por haberlas reducido con efectos retroactivos. Y nos quejamos de Argentina.

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