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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cinco años después

La quiebra del banco de inversión estadounidense Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008 fue el episodio que transformó la convulsión iniciada un año antes en un segmento del mercado hipotecario estadounidense en la crisis más severa y compleja desde la que dio lugar a la Gran Depresión. La extensión de la desconfianza a otros sistemas bancarios acabó propiciando la recesión simultánea del conjunto de las economías desarrolladas. En Europa, las dificultades de los sistemas bancarios coexistieron con una crisis igualmente singular en los mercados de deuda pública que todavía tiene a la unión monetaria en una situación de fragilidad. En la actualidad, no es posible dar por superada esa crisis y, mucho menos, asegurar que se han establecido las bases para que no vuelvan a tener lugar nuevas situaciones de inestabilidad financiera. La percepción del papel de los mercados financieros, de la utilidad de las innovaciones generadas por sus operadores o de las aspiraciones a su autorregulación han sido seriamente cuestionadas.

A pesar de algunos avances recientes en la regulación de los sistemas financieros, todavía siguen sin concreción aspectos que deberían al menos limitar las consecuencias reales de nuevos episodios de inestabilidad financiera. Los límites al endeudamiento que puedan asumir los bancos y el tipo de operaciones que puedan llevar a cabo son los aspectos centrales en los que habrá de centrarse la regulación financiera. Junto a ello, las capacidades técnicas de los supervisores y el grado de coordinación internacional de los mismos conformarían las decisiones básicas consecuentes con las lecciones que deja la crisis. No menos importante es la experiencia que deja la gestión de la misma a uno y otro lado del Atlántico.

Los resultados son suficientemente explícitos. En el epicentro de la crisis, la economía y el sistema financiero estadounidenses presentan hoy una situación mucho menos vulnerable que en la eurozona. Los indicadores más cercanos a la economía real —crecimiento económico, desempleo, creación neta de empresas— son mucho más favorables, pero también los estrictamente financieros, como la salud de los bancos, las cotizaciones en los mercados de deuda pública o el crecimiento del crédito. Y la razón no es otra que la muy desigual orientación de las políticas económicas. Rapidez en el saneamiento de los bancos y políticas macroeconómicas anticíclicas, compensadoras del desplome de la demanda privada, ayudan a explicar esos muy distintos resultados y, lo más inquietante, la fragilidad que todavía se percibe en la eurozona.

En el área monetaria común el crédito no crece y las señales de fragmentación financiera se prolongan. A pesar de las ayudas públicas a los sistemas bancarios, no puede descartarse que sean necesarias aportaciones adicionales. Y en la mayoría de los países la concentración y el aumento de poder de mercado de los bancos es el resultado de los procesos de reestructuración. Aun contando con el mejor escenario de pronta transición a una unión bancaria en Europa, no existen garantías de que el sistema bancario resultante sea más eficiente ni tampoco más seguro. Unificar y mejorar técnicamente la supervisión y limitar la asunción de excesivos riesgos son decisiones necesarias, pero probablemente no suficientes para evitar nuevas crisis financieras. Con todo, superar la todavía vigente debería ser la principal prioridad en la eurozona.

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