A lo único que debemos temer es al miedo
En las últimas semanas me han pedido en varias ocasiones una valoración del año 2012. La resumo en dos premisas. Primera, 2012 quedará en nuestra memoria como un año de pérdida de autoestima y esperanza. Y también de miedo al futuro. Segunda, las políticas de los Gobiernos han fomentado esa desesperanza y temor.
Este miedo es mala cosa. La historia nos enseña que cuando la sociedad vive desesperanzada y con temor al mañana, está predispuesta a apoyar políticas que le ofrezcan seguridad, por ilusoria que esta sea. El proteccionismo y el nacionalismo exacerbado de los años treinta tuvo ese origen.
Este temor me ha hecho recordar un momento histórico que tiene similitudes con el actual: la toma de posesión del presidente de Franklin D. Roosevelt, el 4 de marzo de 1933, en medio de la Gran Depresión. En ese discurso afirmó que “a lo único que hay que temer es al miedo”.
El miedo al que se refería Roosevelt era el de los Gobiernos a cambiar las políticas que habían agudizado los efectos de la crisis financiera de 1929, provocando paro masivo y desesperanza (vale la pena releer Las uvas de la ira, de John Steinbeck). En ese discurso Roosevelt rompió con las políticas ortodoxas de los años anteriores y puso las piezas de un New Deal, un nuevo pacto social que salvó a la economía y la democracia norteamericana.
Hoy, como ocurrió entre 1930 y 1933 con las políticas de austeridad de Herbert Hoover en EE UU o las del canciller Heinrich Brüning en Alemania, las políticas de nuestros Gobiernos son equivocadas, tanto en su diagnóstico como en su terapia.
El diagnóstico culpabilizó a la sociedad de los tres problemas económicos básicos que tenemos. El déficit público lo atribuyó a la prodigalidad de los programas sociales de bienestar. El déficit comercial a los salarios y a la falta de competitividad de las empresas. Y el sobreendeudamiento de las familias a su incontinencia en el gasto inmobiliario.
Ese diagnóstico es erróneo. Por un lado, el déficit público y la deuda no son causa de la crisis, sino su consecuencia inevitable. Irlanda y España tenían superávits antes de 2008. Si la crisis es la causa de la deuda, esta no disminuirá hasta que la causa que la ha causado no desaparezca. Es decir, hasta que vuelva el crecimiento. Es de sentido común, no hace falta un doctorado en economía.
Hoy, como en los años treinta, el diagnóstico y la terapia aplicados por los Gobiernos son equivocados
Por otro lado, el argumento de que el elevado déficit comercial español fue debido únicamente a un problema de salarios y baja competitividad se viene abajo con solo observar que ese mismo problema lo han tenido en la misma época otras economías, como Estados Unidos, a la que no se le puede acusar de falta de competitividad.
Sin desconocer nuestras deficiencias, la causa de por qué muchas economías incurrieron en esos déficits está en otro lado: en las políticas oportunistas que a partir de los años noventa se desarrollaron en China, el sureste de Asia y, en el caso de Europa, en Alemania. Lo explicó muy bien Ben Bernanke en una conferencia en marzo de 2005, antes de ser presidente de la Reserva Federal (www.federalreserve.gov). Por razones diferentes, esas economías cambiaron su conducta y desarrollaron una política exportadora agresiva. Se apoyaron en la manipulación de la moneda y en la reducción del consumo interno. Surgió así un desequilibrio global entre países excedentarios y deficitarios. Como los países excedentarios no consumían, se formó una burbuja de ahorro global (global savings glut, en palabras de Bernanke). Esa nube de ahorro descargó sobre Estados Unidos, Irlanda, Reino Unido y el sur de Europa fomentando una burbuja crediticia inmobiliaria. Ese es el diagnóstico real y no el que se ha manejado en Europa y España.
Pero ese mal diagnóstico ha tenido dos consecuencias perversas. Primera, ha culpabilizado a las víctimas, a la sociedad española, haciéndole perder su autoestima y confianza en sus capacidades. Segunda, ha justificado políticas de austeridad compulsiva centradas en los recortes de gastos sociales. Estos recortes, al golpear a la educación, la salud, las pensiones y los gastos en investigación, rompen la confianza de las personas en el futuro y provocan desigualdad, incertidumbre y miedo.
Al menos 2012 ha traído una buena noticia: con valentía política, el FMI acaba de reconocer que ese diagnóstico y esas políticas son equivocadas y empeoran la situación. De forma encubierta, la Comisión Europea también lo reconoce. Ahora promete más tiempo para ajustar el déficit y habla de crecer.
Pero los Gobiernos de la eurozona aún tienen miedo a cambiar de política. De ahí que valga la pena recordar el discurso de Franklin D. Roosevelt. Esa pieza debería ser lectura obligatoria para todos los políticos y responsables de la economía en Europa.
Mario Draghi parece haberla leído. A finales de julio, viendo que el euro estaba en riesgo cierto de quiebra, perdió el miedo a la heterodoxia y afirmó que el BCE haría “todo lo necesario” para salvar el euro. Y lo ha salvado. Esta es la gran enseñanza que nos deja 2012. Cuando se pierde el miedo a actuar, las cosas mejoran.
Ahora lo que necesitamos es que los Gobiernos hagan lo mismo. Por un lado, que la Comisión Europea pierda el miedo y siente las bases de un New Deal europeo. Por otro, que nuestros Gobiernos comprendan que los recortes no son las reformas que necesitamos para sanear las cuentas públicas y mejorar nuestra productividad y formulen un verdadero programa equitativo de reformas con amplio apoyo.
Aunque el camino no es fácil, en el terreno de la competitividad y la productividad la economía real española muestra señales muy esperanzadoras y que son motivo de autoestima y confianza en el futuro. De ellas les hablaré en otra ocasión. Mientras tanto, les deseo un esperanzador 2013.
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