El senyor Martí i el seu pare
Cuantos escribimos en prensa estamos acostumbrados a recibir cartas de protesta y reproche. A menudo son agrias, u ofensivas, en ocasiones insultantes. Debe de ser cosa de estos tiempos, en los que ha disminuido la cortesía. A veces le afean a uno haber dicho lo que no ha dicho o callado lo que no ha callado, lo cual -todavía, lo reconozco- resulta un poco desesperante: "¿Qué diablos han leído o han creído leer?", se pregunta uno. "¿Es defecto mío (tan mal me sé explicar) o de ellos (saben leer, pero no entender un texto breve)?" Hay quienes se la tienen jurada al columnista y no quieren atender a lo expresado por éste, sino que "deciden" cuál ha sido su postura o sus palabras, para así arremeter contra él. Un tipo de corresponsal con el que todos estamos familiarizados es el que toma invariablemente la parte por el todo, el ejemplo por la norma, el caso por la generalidad. Si uno cuenta su desagradable experiencia con un funcionario, o con un taxista, o con un policía, habrá funcionarios, taxistas o policías que se den por aludidos y vean la anécdota como un ataque global a sus respectivos gremios. A estos individuos susceptibles es a quienes menos atención hay que prestar.
"Conmueve la gente que ha procurado instruirse y ha considerado un tesoro cuanto conseguía"
Pero para todo hay excepciones, y hace unos días me llegó una carta que en verdad me hizo desear no haber escrito una frase que escribí aquí hace siete semanas, aunque sólo sea por haberle causado un sinsabor a mi gentil remitente, que me hacía su reproche "sin acritud" y con extremada educación. El señor Josep Martí Barberà, de La Masò (Tarragona), se quejaba de que en mi pieza "Adolescentes como bisabuelos" hubiera dicho de aquéllos (de los actuales, y a tenor de una encuesta reciente): "... en lo relativo a su concepción de las relaciones sentimentales o de pareja, son unas antiguallas, unos simples y unos catetos de mucho cuidado, y su visión es en esencia la misma que la que podían tener los campesinos más ignorantes y arcaicos bajo la Dictadura de Primo de Rivera ..." (de ahí que los asemejara a sus bisabuelos, ni siquiera a sus abuelos).
Me cuenta el señor Martí que tiene ochenta y dos años, que desde los catorce ha trabajado en el campo, que su padre fue agricultor en tiempos de Primo de Rivera, "tenía libros, un diccionario y en el pueblo de cuatrocientos habitantes se 'divertían' con su grupo de teatro, y como él muchos más. No era un hacendado sino un humilde agricultor". Amablemente, me incluye la fotocopia de un cartel del 8 de marzo de 1936 en el que se anuncia una de esas funciones ("Grandiós esdeveniment teatral", se lee arriba), en cuyo reparto figura su progenitor. El señor Martí continúa (espero que no le moleste que lo cite; si sí, mil perdones): "No creo que usted pueda imaginarse lo feliz que me sentía, por los años cincuenta y sesenta, cuando ya antes de salir el sol me encontraba labrando la vinya, con mi esposa todavía en esta cama, cuidando a mi rubita niña y mi robusto hijo, y soñando un día poder comprar aquella huerta de avellanas, yo que sabía contabilidad y escribir a máquina, no podía imaginar que alguien del lejano Madrid pudiera equipararme de 'cateto', 'ignorante' y 'arcaico'. He leído infinidad de veces, campesinos-ignorantes, como si otros obreros de las ciudades fueran más ilustrados..."
No hace falta decir que me apresuré a contestarle. Me permitía señalarle que mi frase, por fortuna, había sido "los campesinos más ignorantes y arcaicos", y no "los campesinos ignorantes ...", lo cual habría sido imperdonable, pues habría dado a entender que todos lo eran, y jamás he pensado tal cosa. Aun así, le escribí, comprendía que hubiera leído el párrafo en cuestión con amargura, y me disculpaba por él. Pero no me ha parecido suficiente, y de ahí esta pública rectificación o matización.
El señor Martí y su padre pertenecen sin duda a esa clase de personas dignas y admirables que cada vez se dan menos en nuestro país. Aun a riesgo de ponerme cursi (creo que no suelo serlo), conmueve la gente que, sin tenerlo fácil, ha procurado instruirse y ha considerado un tesoro cuanto conseguía en ese terreno. Me conmueve en particular que el señor Martí destaque con orgullo que su progenitor tenía "un diccionario", eso a lo que tantos individuos restan hoy toda importancia y a lo que otros se la han dado máxima, preocupados por saber con precisión lo que las palabras significan y por escribir sin faltas de ortografía y con propiedad, precisamente lo que demasiados desdeñan ahora con soberbia ("Qué más da"). Al lado de quienes alcanzan la Universidad sin saber redactar dos frases con sentido; de quienes tienen a gala exhibir su incultura en las tertulias de las televisiones y radios; de los numerosos políticos que, con sus carreras terminadas y sus puestos de responsabilidad, hablan como perros y son incapaces de construir una sola oración coherente y correcta ante un micrófono o en el Parlamento, campesinos como este señor Martí son dignos de alabanza y del mayor respeto. Si incurrí en el común error de atribuir más ignorancia y arcaísmo a la gente de campo que a la de ciudad, la verdad es que basta pasear por estas últimas para darse cuenta de que son incontables los descerebrados y cafres que pululan por ellas, algunos con títulos superiores y lo que ustedes quieran, pero que no parecen haberse asomado en la vida a un libro ni menos aún a un diccionario. Una vez más lo lamento de veras, mi querido señor Martí.
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