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Cine y política: no tan bien avenidos

El tratamiento del poder en la gran pantalla ha dado frutos irregulares

Toni García

Cine y política han sido siempre un matrimonio tormentoso, quizás porque nunca deberían haberse casado. La cosa se complica aún más cuando el séptimo arte se ha empeñado en meter la nariz en personajes cuyas vidas han llegado antes al público a través de los medios de comunicación de todo el mundo. Los políticos son además una raza aparentemente impermeable a esta clase de introspecciones con cámara y así se explica que raramente los filmes sobre figuras del ámbito ocupen puestos de consideración en esas listas que marcan (en base al dinero ingresado) quién gana y quién pierde en el negocio del cine.

Hay excepciones por supuesto, como Primary colors, de Mike Nichols, que repasaba con cierta sorna pero con respeto por las canas (nunca mejor dicho) al ex presidente de los Estados Unidos Bill Clinton, eso sí llamándole Jack Stanton, no sea que alguien fuera a pedir derechos de autor. El filme, que funcionó muy bien comercialmente, contaba con un esplendido trabajo de John Travolta, capaz de respirar, sonreír y estrechar la mano como aquel hombre que fue fulminado por su romance con una becaria.

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A los Kennedy les fue bastante peor en sus traslaciones fílmicas, aquel reino de Camelot donde los políticos presumían de estilo, vestían como estrellas del cine y se comportaban como roqueros nunca brillo tanto en la ficción como en la realidad. Ni 13 días (aunque contará con momentos notables y un magnífico Bruce Greenwood como JFK), ni J. Edgar (donde Robert Kennedy parece salido de un anuncio de dentífricos) ni por supuesto Los Kennedy, una serie supuestamente escandalosa que se queda en agua de borrajas. Mejor parado salió Nixon, interpretado por un enorme Frank Langella (dándole unas cuantas vueltas al Nixon de Anthony Hopkins de 1995) en El desafío - Frost contra Nixon, seguramente el retrato más feroz y verosímil de un hombre que demostró que el poder y la paranoia no deberían ser compatibles y que protagonizó el Watergate, el mayor escándalo político de la historia del país. George W. Bush tampoco tuvo excesiva fortuna en su viaje al purgatorio con W.: las excentricidades de Oliver Stone dejaron la película en una oportunidad perdida.

Fuera de la nómina de presidentes estadounidenses, Brendan Gleeson trazó un magnífico retrato de las luces y sombras de Winston Churchill en Into the storm. El Tony Blair de The Queen, un personaje que Michael Sheen construye a base de pequeños gestos y miradas hasta dar con la tecla adecuada, es la culminación de esa idea de que menos es más.

También prometen las primeras imágenes de Game change, una historia con otra dama algo peculiar llamada Sarah Palin. A Palin la interpreta Julianne Moore y le acompaña Ed Harris, en una producción de HBO. Hay otras historias políticas mucho más efervescentes, como aquel Tanner 88, donde Robert Altman se inventó un candidato a las presidenciales en uno de los experimentos más marcianos de su carrera; o El candidato, con un Robert Redford que coge la sátira por los cuernos y se marca un repasito en toda regla al infierno de las campañas electorales. John Ford, Preston Sturges o Frank Capra pasaron a su vez por el tamiz de la política sin perder su estilo y Steven Spielberg promete hacer lo propio con su ansiado proyecto sobre Abraham Lincoln.

Pero si algo ilustra la conexión entre cine y política es aquella anécdota sobre The best man. La película de 1964 que relataba la carrera entre dos políticos por hacerse con la presidencia contaba con Henry Fonda y Cliff Robertson. Sin embargo este último a punto estuvo de caerse del reparto por culpa de un actor llamado Ronald Reagan. Cuando se les preguntó a los productores por qué habían escogido a Robertson en lugar de al que luego llego a ser presidente de los Estados Unidos estos contestaron: "porque no tenía perfil presidenciable".

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