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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Apesadumbrados alivios

Al día siguiente a la dimisión de Berlusconi no pude por menos de llamar a mi mejor amiga italiana, Daniella, para felicitarla. Pero, nada más descolgar el teléfono, me detuve y tardé un poco en marcar su número, al asaltarme la sensación de que en realidad el propio Berlusconi no había dejado mucho margen para la celebración, y de que la alegría que yo mismo sentía era, por así decir, incompleta e impura. Tantos años esperando que ese país se librara de individuo tan nocivo habían logrado que, al producirse el hecho, se apareciera como algo demasiado tardío, cuando todo el mal de su larga dominación de la vida pública parecía una losa excesiva de la que resultaría muy difícil desprenderse. Mi amiga me dio las gracias sin jovialidad, en efecto, y empleó la siguiente expresión para describir su estado de ánimo, consciente de que era un oxímoron: "Apesadumbrado alivio". Hizo ciertas consideraciones al respecto, algunas de las cuales han sido ya profusamente señaladas por los comentaristas: Berlusconi no se ha ido -si es que se ha ido de veras- porque haya perdido unas elecciones, ni porque lo hayan forzado a dimitir sus variados escándalos y abusos; no lo ha echado la presión de la calle, ni la de las vejadas mujeres (que han sido el colectivo que con mayor determinación se le ha opuesto), ni por supuesto la de una oposición inexistente y acomodaticia, cuando no sobornada. Han sido los problemas económicos los causantes de su marcha, ellos única y exclusivamente. Y mi amiga añadió: "Aunque él se vaya del poder, tendremos muchos años de permanencia del berlusconismo: ese hombre ha sometido al país a tal grado de corrupción, con infinitos tentáculos en todos los ámbitos y con la aquiescencia de tantos, que eso no podrá erradicarse". A decir verdad, noté en sus palabras más pesadumbre que alivio, aunque algo de esto último hubiera también en ellas, desde luego.

"¿Por qué nos cuesta alegrarnos de las buenas y largamente ansiadas noticias?"

No pude evitar recordar nuestra reacción, la de muchos españoles, cuando murió Franco. Su dominación había durado el doble o más que la de Berlusconi; la de éste ha adoptado la forma de una falsa democracia, mientras que la de aquél había sido una dictadura inequívoca. El franquismo había dispuesto de más plazo y medios para extender su corrupción, y parecía imposible que, aun desaparecido físicamente el tirano, pudieran ahuyentarse los efectos de su tiranía. Y sin embargo, pese a todas nuestras inquietudes y zozobras respecto al futuro, la sensación que predominó en nosotros -quizá ingenuamente, pero así sucedió- fue la de alivio, sin apenas sombra de pesadumbre. Tal vez en 1975 la gente era más optimista, tal vez teníamos más fe en nuestra capacidad para cambiar las cosas, hasta las más arraigadas, contaminadas y "atadas", por utilizar el término que emplearon el propio Franco y los suyos con insistencia, como un conjuro.

¿Por qué ahora nos cuesta tanto alegrarnos de las buenas y largamente ansiadas noticias? ¿Por qué nos es tan difícil la alegría sin mezcla? Con algo semejante a lo que sentía mi amiga Daniella hemos recibido, un poco antes, el comunicado de ETA en que decidía poner fin "definitivo" a sus actividades criminales -esto es, a sus actividades-. A nadie se nos ha escapado que eso era motivo de celebración, y sin embargo no he visto a nadie celebrarlo con gran y genuino contento. Ese ensombrecimiento se ha debido en parte a lo evidente: la banda de asesinos no ha anunciado su disolución ni la entrega de todas sus armas; en sus bocas ocultas la palabra "definitivo" tiene tan escaso peso como "permanente" o "indefinido", a las que habían recurrido en ocasiones anteriores; no sólo no hay arrepentimiento por sus acciones, sino que es inocente esperarlo, y mucho más realista suponer que la mayoría de sus miembros se sentirán orgullosos de sus tiros en la nuca y sus bombas, sus extorsiones y secuestros, y se considerarán héroes patriotas, amparados en que buena parte de la población vasca los juzgará del mismo modo y les guardará agradecimiento por sus fechorías. En las elecciones del 20-N, de hecho, han obtenido un abultado número de votos quienes han jaleado, justificado o nunca condenado a ETA, desde el primer hasta el último día. A través de ellos los terroristas han recibido este mensaje, más o menos: "Hicisteis bien en cargaros a ochocientas y pico personas. Teníais razón, todas y cada una de ellas se lo merecían. Nuestro idílico mundo cerrado está mejor sin ellas".

Y aun así, a los demás debería habernos causado alegría pura que los asesinatos hayan cesado "definitivamente". ¿Por qué eso no ha ocurrido? ¿Por qué la noticia se nos ha teñido de ciertos hastío y amargura? Quizá, sin que se formularan, nos han acechado pensamientos como estos: "A buenas horas. Cuánto desperdicio, cuántas vidas arrebatadas para nada. Cuántas generaciones de individuos engañados y fanatizados, con una sola idea fija en la que encontraban la comodidad del refugio y que los eximía de pensar por su cuenta. Cuántas personas que han tenido que renunciar a una existencia normal y libre, permanentemente amenazadas de muerte por sus ideas, o por estar en desacuerdo con los etarras, que ni la disensión admitían. Cuánto veneno esparcido, un veneno que en modo alguno va a cesar 'definitivamente', sino que ya está en la sangre de buena parte de la sociedad, y para el que además no hay antídoto". Sí, apesadumbrado alivio, como dijo mi amiga italiana. Con la agravante de que el alivio es por naturaleza efímero, y la pesadumbre dura más tiempo.

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