Instalados en la leyenda
El anuncio de la próxima retirada de Kikuei Ikeda y Kazuhide Isomura del cuarteto de Tokio, al que pertenecen desde su fundación, ha elevado, más si cabe, la condición mítica de una formación que lleva más de 40 años construyendo versiones de referencia en uno de los formatos más puros y desnudos de la música. Hace años la despedida de los escenarios del cuarteto Alban Berg causó una conmoción.
Es posible que el cuarteto de Tokio se renueve con dos instrumentistas de primerísima categoría, pero el aficionado no puede evitar una sensación de nostalgia ante la pérdida de dos músicos carismáticos con los que ha compartido durante décadas el paso de los días.
Por ello el concierto del Auditorio Nacional tuvo una atmósfera especial, en parte de agradecimiento, en parte de tristeza por un tiempo que se va. Vaya por delante que los dos músicos no japoneses del cuarteto -Martin Beaver y Clive Greensmith- son admirables y que el propio grupo es residente de la escuela de música de Yale desde 1976, con lo que su condición universal es incuestionable, al margen de la procedencia y el nombre, pero el aficionado a la música es a veces proclive a cierto tipo de melancolías. Dicho esto, el concierto de anteayer fue sencillamente y, de principio a fin, excepcional.
De entrada por el programa, con obras para cuarteto de cuerda de 1917, 1922, 1981 y 2006, de autores como Szymanowski, Hindemith, Takemitsu y Auerbach, respectivamente. Haydn, Beethoven o Bartók quedaban en esta ocasión aparcados, con lo que, para un gran porcentaje de los asistentes, el placer del descubrimiento sustituía al que producen los ecos de la memoria sonora. En particular, el cuarteto Primera luz, segundo de la compositora rusa Lera Auerbach, alcanzó cotas de misterio y fascinación como raras veces se consiguen, con el añadido de ser una obra estrenada hace media década. La formación se mostró dominadora y poética a lo largo de un programa tan diferente a lo habitual como pletórico de interés.
Ante las calidas ovaciones, el cuarteto de Tokio regaló una interpretación soberbia de una pieza de Wolfgang Rihm, cerrándose así una noche musical mágica.
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