GEORGE CLOONEY. Un amor tardío
Lo que sentimos por George fue una fascinación tardía. Es un hecho que siempre se destaca. Tal vez por lo raro que resulta en estos tiempos de culto a lo adolescente, en los que todos parecemos obsesionados por esa clase de agridulce enamoramiento juvenil con el que Sofia Coppola retrató a Josh Harnett en Las vírgenes suicidas. Pero aquel treintañero con bata no nos sedujo envuelto en el aura anaranjada del amanecer cinematográfico, sino tocado por el crudo fluorescente de un hospital televisivo. Lo que tiene mérito. Él no ha cambiado mucho desde entonces. A lo sumo, ha pulido y refinado un perfil de galán ligero y ágil en el que cuesta diferenciar ficción y realidad. La sonrisa socarrona y el carisma de líder de la manada, ¿corresponden al actor o son cosa del guion? Tal vez porque nunca le conocimos de chiquillo, a Clooney le perdonamos las canas, las arrugas y todas esas muescas del paso del tiempo que estamos empeñados en eliminar de cualquier otra parte.
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