El Gran Romeo
Se llamaba Félix Romeo, pero no siempre fue muy afortunado en el amor; en la muerte no lo fue en absoluto. Falleció el 8 de octubre pasado, en Madrid, a los 43 años, de un paro cardiaco. Decir que era un hombre excepcional es decir bien poco, porque en la hora de la muerte todos somos excepcionales. Ante todo era un escritor. Publicó infinidad de artículos y crónicas; publicó tres libros. El primero, de 1995, se titula Dibujos animados y le colocó en el grupo de cabeza de la narrativa de su generación. El segundo, Discothèque, se publicó seis años más tarde; aunque el libro sea una mezcla feliz, improbable y gamberra de Kurt Vonnegut y Rafael Azcona, puede que Romeo viviera su publicación como un fracaso: quizá pensó que la novela no se había entendido; más probablemente, que no había estado a la altura de lo que él se exigía a sí mismo. De esta derrota (o de esta ilusión de derrota) salió su mejor libro: Amarillo, un gran interrogante sin respuestas sobre un hecho que el vitalismo desaforado de Romeo se negaba a entender -el suicidio a los 24 años de su amigo el escritor Chusé Izuel-, un libro extraño, perturbador y necesario donde su prosa adrenalínica brillaba con todo su sombrío esplendor. Lo dije en esta columna cuando el libro apareció, hace tres años, y conviene repetirlo.
"Poseía una cultura exuberante, y parecía disfrutar lo mismo adquiriéndola que repartiéndola"
Pero Romeo no era sólo un escritor; para muchos era sobre todo un personaje. Ahora que está muerto -ahora que su vida empieza a cobrar un sentido ajeno a sí misma-, sería fácil compararlo con los protagonistas de las novelas de Saul Bellow, con uno de esos intelectuales desmesurados que, como Humboldt o Ravelstein, parecen encarnar toda la magnificencia contradictoria del ser humano. Como Ravelstein, Romeo era a su modo un pedagogo. Poseía una cultura exuberante, y parecía disfrutar lo mismo adquiriéndola que repartiéndola. Fabricó lectores, cinéfilos, escritores. Como promotor de su propia obra era pésimo -de hecho, era totalmente incapaz de promoverla, no digamos de promoverse a sí mismo-, pero como promotor de la obra ajena era imbatible. Su conversación era una pirotecnia perpetua de lecturas, de historias, de ideas. La última vez que le oí hablar en público razonó su rechazo de gran parte de la literatura española con el argumento atendible de que es una literatura de señoritos (una literatura de primero de la clase, creo que dijo), una literatura que mira a los seres humanos por encima del hombro, de arriba abajo y no de abajo arriba, incapaz de mostrarlos en toda su desoladora grandeza, una literatura mezquina, costumbrista y petulante; cuando Romeo terminó de hablar le dije que me gustaría tener por escrito lo que había dicho, y él me miró extrañado, como si le molestase un poco que los demás creyésemos que tenía tiempo de escribir todo lo que se le ocurría. Su pasión por los libros obraba prodigios. Una vez aseguró en un artículo no haber leído una gran novela inédita en castellano: The man who loved children, de Christina Stead; como yo sabía que no le gustaba que hubiera por ahí obras maestras sobre las que no podía emitir una opinión, cuando nos vimos le regalé mi ejemplar; él lo aceptó, pero años después convirtió una charla pública en un acto dadaísta con el fin de poder devolvérmelo; y justo el día siguiente de su muerte me enteré por Abc, el periódico donde últimamente colaboraba, de que el libro de Stead se acaba de traducir al castellano. Podía ser dogmático, arbitrario y provocador, aunque sus intemperancias sólo molestaban a los fanáticos y a los canallas. En política era un excéntrico: no sólo creía fervientemente en la democracia; creía fervientemente en esta democracia. Más de una vez demostró ser valiente. Si la palabra no estuviera llena de sangre y de mierda, sentiría la tentación de decir que era un patriota: detestaba el nacionalismo, pero amaba su tierra y a su gente. En Zaragoza deja un agujero del tamaño de una explosión nuclear.
Creía en la amistad entre escritores, lo que tiene un gran mérito. Cada vez que pasaba junto al pueblo donde nací, entre Trujillo y Mérida, me llamaba por teléfono o me enviaba un sms. Sus sms. En el penúltimo que me envió, un par de semanas antes de morir, me daba las gracias porque, en un reportaje publicado en este periódico, le mencionaba entre los escritores que merecen más lectores de los que tienen. "Qué alegría que me tengas en tu corazón", escribía. Le contesté que siempre le tenía en mi corazón y en mi cabeza; me contestó: "Sí, pero verlo en EL PAÍS es como ver un corazón de enamorado en un árbol". Uno entiende perfectamente que todos tenemos que morir, pero no que, habiendo tanto hijo de puta suelto, la muerte venga a reclamar, a los 43 años, a un tipo como Félix Romeo. Cuando me dijeron que había muerto me fui a caminar por el Ampurdán; el cielo estaba negro y soplaba una tramontana tan furiosa que parecía querer arrancar los árboles de cuajo y llevárselos volando: tuve la impresión de que la naturaleza estaba de acuerdo conmigo. No es fácil dejar que un hombre como Romeo se marche así como así.
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