A corazón abierto
Alberto Corazón inaugura esta tarde en la Galería Marlborough de Madrid una gran exposición que posee, de un lado, la virtud de intensificar la identidad del artista y, de otro, la de acrecentar, ante los ojos del público, el organismo que bulle con él y con otros buenos artistas en los momentos de trabajar.
Pero además, coincidiendo con esta muestra, aparece en las librerías, publicado por la editorial Antonio Machado, un libro de Corazón, con reflexiones y notas de viaje, titulado Damasco suite, somos imágenes.
Para un músico seríamos seguramente acordes, piezas sinfónicas, pero para un pintor o un fotógrafo es común que la vida se componga de una secuencia de estampas. El término instantánea lo expresa muy bien. La vida es un accidentado desfile de instantáneas.
Pocos artistas pintan o escriben aquello que de antemano saben lo que van a pintar o escribir
Estas estampas son, además, estampaciones, puesto que Corazón trabaja también en ese oficio que en su diversidad gráfica, bajo cualquier procedimiento, viene a ser huella de su memoria. Memoria que barniza y colorea más emociones sin configuración que toman forma.
Una obra tras otra, una exposición tras otra, constituyen, siempre y repetidamente, porciones del recuerdo que guarda el autor. Esta marcada facultad que Alberto Corazón ha llevado su obra a saber, con evidencia, que lo que se ve son los pasos calcados de su cadencia a lo largo de la vida.
La muestra es pues una muestra directa en la que Corazón ha puesto tanto corazón que es relativamente fácil concatenar las obras con obsesiones de su biografía. Aunque, claro está, para no pocas de ellas, la explicación deberá recabarse de un psicoanalista ya que el mismo autor, sinceramente, es el último en enterarse del sentido de esos fuegos, esos cubos, o esas constantes elipses que se besan o se afrontan.
Pocos artistas de todo orden pintan o escriben aquello que de antemano saben lo que van a pintar o escribir, exceptuando a los muy realistas y muy figurativos pero acaso, también, a los muy tontos.
Para los demás, de la misma manera que carece de interés redactar una novela conociendo de antemano su estructura y sus peripecias con exactitud, sería aburridísimo pintar sin sorpresas, momentos de ridículo y de gloria venidos del azar.
La memoria fija y el azar disperso crean siempre juntos. Una parte de la memoria es inventada y otra parte del azar es realidad pero todo ello no puede saberse, ni tampoco importa. No se sabe nunca y de ahí el interés, casi mágico, del arte.
Y también el interés por la diversión, propio del artista. Uno pinta o escribe, cuando ya se es veterano en el oficio y el medio apenas obstaculiza, como si se cantara para sí o bajo la ducha. Más o menos, efectivamente.
En esa tesitura, la dificultad es parte misma de la creación y el borrón, el olvido de una palabra, el rebelde derrotero de una página o el vahído de la mancha forman parte de la misma conversación creadora.
Lo que se capta y lo que se pierde, lo que proporciona júbilo o desesperación generan, combinados, el quehacer de un cuadro o de un ensayo. Y afectan, aun sin decirlo, al que actúa como las radiaciones de un accidente.
A estas alturas de su vida, cuando Alberto Corazón ha producido miles de diseños y docenas de exposiciones por todo el mundo su presencia en la Marlborough será especialmente atractiva para él, no ya por los cuadros en sí, cosa acabada, sino por los ojos que sobre ellos ponen las visitas.
Porque en ese momento de la conexión nace, como bien se sabe, otra obra imprevista. La última y definitiva quizás. Aquella que pone al artista en su sitio, siempre frágil y necesitado, ansioso como todo humano, por ser comprendido y querido por el personal.
Babelia
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