La tumba frente al mar
Ostentosa en su altiva sencillez, la tumba de Chateaubriand se interna como la proa de un barco en el mar de Bretaña. Está en un promontorio rocoso en la playa de Saint-Malo, al que solo puede llegarse cuando lo permite la marea baja, cada seis horas. No tiene lápida con su nombre, aunque una placa próxima advierte que allí quiso ser enterrado "un gran escritor francés". Aviso superfluo, claro, porque probablemente se trata de la tumba más famosa de Francia después de la de Napoleón en Les Invalides de París, el emperador al que Chateaubriand admiró y detestó sucesivamente. O, como dice su biógrafo André Maurois, admiró a Napoleón y odió a Bonaparte...
Esta ambivalencia no es excepcional en la vida del vizconde de Chateaubriand, que fue muchas cosas y no siempre fáciles de conciliar: inspirador del romanticismo pero afanoso de la serenidad clásica, monárquico legitimista que solía llevarse mal con los reyes, católico en literatura y libertino en amores, ambicioso de honores que menospreciaba al conseguirlos, cicatero y generoso, liberal para los conservadores y conservador para los liberales, viajero compulsivo cuya imaginación nunca salió de la Bretaña de su infancia, detestado por muchos colegas y admirado a regañadientes por casi todos (el joven Victor Hugo se propuso "ser Chateaubriand o nada")... Autor de muchos libros celebrados y controvertidos cuya única obra realmente indiscutible fue póstuma.
La única obra indiscutible de Chateaubriand fue un libro póstumo: 'Memorias de ultratumba'
Porque si hoy su nombre sigue siendo para los lectores algo más que un rótulo ilustre en el panteón del olvido se debe a sus Memorias de ultratumba, las más de dos mil páginas que escribió y reescribió durante toda su vida, hasta vísperas de su agonía a los ochenta años. Ahí está todo: magistrales apuntes históricos, reflexiones metafísicas, chismes maliciosos sobre contemporáneos ilustres, recuerdos, lamentos, profecías... El estilo a veces es solemne y en otras juguetón, pero siempre adictivo: esa obra enorme nos atrapa como un cuento de miedo o un chiste bien contado. Hace poco recurrí a mi primer sobado y subrayado ejemplar de los tres tomos de Le livre de poche para buscar una cita y volví a caer en sus garras. Ya llevo quinientas páginas releídas y sé que no pararé hasta la última línea... Ahora por fin disponemos de una fiable edición completa de este seductor monumento, editada por Acantilado en traducción notable y meritoria de Jose Ramón Monreal. Como muy bien dice otro biógrafo de Chateaubriand, Jean d'Ormesson, "sin las Memorias de ultratumba la carrera, las aventuras, las pasiones de Chateaubriand no tendrían gran interés. Pero porque esta obra es, todavía hoy, capaz de dar placer a cuantos saben leer, todo lo que rodea a su autor, tan irritante, tan atractivo, tan contradictorio y genial, tiene algo que decirnos sobre el destino de un hombre que es por sí mismo, a fuerza de grandezas y debilidades, como una especie de imagen minúscula de nuestra humanidad".
Saint-Beuve dijo de él que era un epicúreo con alma de católico; su gran amigo Joubert señaló que todo lo escribía para los demás pero vivía sólo para sí mismo. De la vivacidad punzante y melancólica de sus memorias proviene toda la literatura contemporánea francesa, como reconoció Julien Gracq: su verdadero tema es el tiempo que nos hace y deshace, una lección bien aprendida por su lector Proust. Allí duerme, en su tumba marinera mecida por las borrascas y la calma gris, sosegadas al fin esas otros tormentas de afanes espirituales y deseos de la carne, del cor irrequietum del que habló otro memorialista de su alma, Agustín de Hipona. Cara al mar que tanto se le parecía, movedizo y caprichoso, traicionero pero siempre fiel a sí mismo, inmenso, recatado, mensajero de lejanías que mueren con un susurro indescifrable ante nuestros pies descalzos.
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