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@cine

'Encadenados' en un beso perfecto

Una sombra que viene, el demonio se acerca vestido de esmoquin; una botella de borgoña que cae -Pommard del 39, palabras mayores-, el peligro acecha; una respiración entrecortada y un roce de cuerpos en la penumbra como preámbulo a una de las mezclas más dañinas: la de las palabras 'amor' e 'imposible'; el uranio nazi en el suelo, la esvástica merodeando en la decadente mansión de Río, un agente secreto, una mujer desvencijada en el cruce de caminos que lleva a ninguna parte... "Nos ha visto, nos ha visto"... Y llega el beso. El beso.

Subjetiva como un capricho, pero a la vez basada en la evidencia empírica de cada visionado (de cada obsesivo visionado), es la opinión de que el beso infinito entre Ingrid Bergman y Cary Grant en la película Encadenados, obra maestra de Alfred Hitchcock, es el mejor de la historia del cine. Se diría que estamos ante el arquetipo del beso perfecto ('arquetipo', en la RAE: "Modelo original y primario en un arte u otra cosa"): rostros inclinados en leve pendiente en busca del acoplamiento perfecto, ese indefinible aturdimiento a medio camino entre el placer y el drama, esos mares de deseo ondulando sus mareas cambiantes, ese pensar en lo que vendrá y, alrededor, como guata hecha de aire, esa neblina de cine antiguo sobre las cabezas de los enamorados. El viejo recurso cinematográfico del "nos han visto, te voy a besar para que crean que somos una pareja atolondrada" acaba aquí retorcido por el maestro y reconvertido en principio y fin de su magistral relato. El nazi les ha visto, sí. Se besan, sí. Pero cuando uno ve el rostro de Alicia chillando en silencio "¡Por fin, por fin, Devlin!", lo entiende todo. Un beso de fingimiento y a la vez de confirmación. El amor imposible deja de serlo, simplemente queda aplazado. La vida vuelve a donde debía. Por un beso perfecto.

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