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Columna
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Fuera de servicio

Un profesor de cuarto de carrera, ante cada puente no concedido oficialmente, nos lanzaba la misma consulta: "Estoy obligado a dar clases el viernes (o lunes), ahora, si no vais a venir, decídmelo y yo tampoco aparezco. ¿Quiénes tenéis planeado tomaros el día libre?". El masivo levantamiento de manos le libraba de impartir su lección durante una jornada lectiva. Y liberaba su conciencia.

Las jornadas de huelga en la educación secundaria vividas en Madrid la semana pasada han dejado a muchos adolescentes sin clase. Algunos alumnos han seguido acudiendo a las aulas semivacías de compañeros y maestros, pues, al fin y al cabo, eran los profesores quienes estaban protestando en las calles o en sus casas y, además, su asistencia a los institutos potenciaba la protesta. Sin embargo, miles de estudiantes madrileños se han encontrado con tres días de "vacaciones". No hay nada más reconfortante que faltar a clase sin culpa. Las pellas proporcionan la adrenalina de lo prohibido, el subidón propio de la transgresión, esa sensación de irreverencia y maldad tan excitante en la adolescencia. Pero los estudiantes de aquella clase de cuarto de carrera y los que se han fumado las no lecciones de la semana pasada debido a la huelga, se han ausentado de sus rutinas con la inquietante paz de la víctima.

La Educación (con mayúscula) ha perdido su caché social, su verdadero valor de mercado

Es justa, valerosa y necesaria la cruzada de los profesores para salvar la efectividad y la dignidad de la educación en Madrid. Y, sin embargo, muchos estudiantes aprovecharon sus horas de asueto para imaginar cómo sería su vida cuando acaben esos estudios. Cuando, terminado el instituto, les aguarde un futuro laboral arrasado como un paisaje posnuclear. La Educación (con mayúscula) es un bien supremo por el que luchar y, más aún, cuando se trata de una formación básica, pero ha perdido su caché social, su verdadero valor de mercado. Los estudiantes de hoy encaran un panorama desolador, una tasa de paro vertiginosa, un mañana escombrado. Con qué ánimo ir a clase, con qué ilusión escoger una carrera.

Hace 20 años parecía inconcebible, para un joven de clase media, eludir la universidad. Si era factible matricularse en una facultad, ¿cómo optar por la FP o, simplemente, por dedicarse a una actividad artística o a ayudar al padre en el taller mecánico de la familia? Hoy, en cambio, la crisis y el tremebundo excedente de licenciados han abierto la mente de muchos padres e hijos, atreviéndose a encauzar el futuro profesional de estos hacia actividades ajenas a funciones propias del licenciado.

Los ídolos de los adolescentes, desde jugadores de fútbol hasta actores como Leonardo DiCaprio o Lindsay Lohan; cantantes como Justin Bieber, Britney Spears o Avril Lavigne; y modelos como Kate Moss, no fueron al instituto. En un planeta cada vez más desintelectualizado, la cultura es un valor obsoleto, escasamente atractivo para una camada de estudiantes desesperanzados y perdidos, sin espíritu ni rebeldía para hacer pellas ni para luchar contra un sistema que ni siquiera sienten alienante o represor sino, simplemente, aburrido y desfasado, hablándoles de reyes godos y organismos unicelulares, mientras el mundo se desmorona a su alrededor.

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La crisis, en sus numerosos y variados seísmos, no solo crea desconcierto y alarma, caos y estupor, sino que, como consecuencia de los vaivenes y las sacudidas, a veces abre un nuevo terreno sin grietas ni estruendo. El llano y silencioso espacio del no hacer. Y allí se encontraron los estudiantes madrileños la semana pasada, un paraje al que volverán, presumiblemente, en los próximos días si no se arregla el conflicto educativo. Una estepa nueva, con luz plana, vacía de eco, por donde deambulan ya medio millón de parados madrileños. Lejos de la hecatombe, en una especie de limbo, desasidos del dolor pero prácticamente insensibles. Así vagan los estudiantes sin clase, los trabajadores sin trabajo. Contemplando atónitos cómo el resto de la humanidad pugna aún por sobrevivir, por apuntalar un universo que para ellos es solo un recuerdo, un melancólico y a la vez repugnante espectáculo observado a través del cristal de la indiferencia.

Sin nada en qué ocupar el tiempo, inservibles y extraviados como el vagón defectuoso varado en la cuneta de poliéster del Ibertrén. Así está el estudiante sin clase ni futuro, el trabajador sin corbata ni esperanza.

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