El Teatro Real conquista Moscú
El Bolshói recibe con entusiasmo la obra 'Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny' dentro de la primera gira en la historia del coliseo madrileño
A dos días del estreno, en pleno domingo de celebración de las fiestas de Moscú, el director Teodor Currentzis pidió una tuba afinada en fa. Sí, tenía que ser en fa. Pues no había. Llamada a uno que conocía a otro, que sabía de un músico que podía ser que... Nada. Al final, qué follón, el equipo de producción la consiguió. Es lo que pasa cuando sales de casa. Porque ahí fuera, al mundo, era donde se propuso llegar Gerard Mortier para abonar al Teatro Real a la liga de los mejores. Quiso sacar de gira, por primera vez con una producción propia, a 192 trabajadores del coliseo madrileño, empezando por el presidente de su patronato, Gregorio Marañón, su director general, Miguel Muñiz, y terminando por el último técnico de la caja escénica. Y anoche su equipo lo consiguió con un histórico debut del Real en el Bolshói de Moscú (en la sala provisional hasta que a finales de octubre se inaugure la reforma del original) con Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny. La moderna partitura de Kurt Weill y el libreto de Bertolt Brecht nunca se habían escuchado antes aquí. Da igual, porque quizá llegaron cuando más vigente es su crítica a la cultura de la avaricia y el dinero. A las burbujas que revientan.
La pieza de Brecht y Weill nunca se escuchó antes en la capital rusa
El libreto trata sobre la filosofía del capitalismo y su fracaso
"En medio de la basura nadie nota que huele mal", dice el escenógrafo
Y fue un éxito. El teatro consiguió trasladar la armonía de la puesta en escena de la Fura dels Baus a un teatro más pequeño y a miles de kilómetros de casa. Pocos cambios (la cantante titular en Madrid fue sustituida con solvencia por la soprano Elzbieta Smytka). Hubo aplausos y bravos. Los mayores fueron para Michael König (Jim McIntyre) -que brilló especialmente en su aria del último acto- y para el trío formado por la mezzosoprano Jane Henschel (Leocadia Begbick), el bajo Willard White (Trinity Moses) y el tenor Donald Kaasch (Fatty the Bookkeeper). Es verdad que algunos espectadores, pocos, se marcharon en el intermedio -es una obra extraña para los rusos-pero nadie protestó. El estruendo más entusiasta, eso sí, llegó con algunas de las pancartas de la escena final. La principal, rezaba: "Por la grandeza de la basura". En otra, la que más estimuló a algún sector del público se leía en cirílico: "Libertad para los oligarcas". Quizá alguno se acordó de Mijail Jodorkovksi, el oligarca opositor a Putin y antiguo dueño de la petrolera Yukos encarcelado por evasión de impuestos. Es otra lectura que permite esta obra.
Porque Ascenso y caída..., estrenada en 1930, fue una milimetrada profecía de un tiempo que llegaría y de un lugar construido en un desértico espacio como el que describía Brecht: Las Vegas. El libreto era una metáfora, pero la ciudad real que se levantó con el dinero del juego, la prostitución y los corruptos se convirtió con los años en un modelo urbanístico y social implantado en todo el mundo que llegó a ser paradigma estético de la posmodernidad. El Mahagonny de la Fura habla de la implantación de ese espíritu desde el comienzo. En lugar del manido desierto de la obra original, sitúa la ciudad de la perdición sobre un vertedero que va creciendo a medida que avanza la obra. "Buscábamos un universo capaz de conmover al público de hoy. El libreto trata sobre la filosofía del capitalismo y su fracaso. Es un lugar donde no se puede construir, y un vertedero es un sitio podrido que se hunde. Todo sucede en medio de la mierda, pero nadie nota que huela mal", explicaba Alfons Flores, autor de la brillante escenografía, antes del estreno.
Esta vez, comandando el foso estuvo el griego Teodor Currentzis, uno de los nuevos protegidos de Mortier. Un tipo relativamente joven (39 años) que dice que estudió la partitura de Weill este verano en la playa. Dirige sin batuta y azota el aire con una imponente violencia que se manifestaba en sintonía con el argumento de la obra, un sentimiento algo cercano a Alban Berg, dice él. El público del Bolshói, donde ya ha dirigido tres veces, le ama.
"Esta pieza es una manifestación en el centro mismo de la vida burguesa. Un público que tradicionalmente bebe champán, lleva joyas... y ¡zas!, de repente toda esa basura", explica. Se vieron anoche pocos abalorios, la verdad. Más bien auténticos aficionados que, dicen, irán desapareciendo cuando suba el precio de las entradas con la inauguración del nuevo teatro (la reforma ha costado unos 600 millones de euros).
La producción española abría la temporada del Bolshói, un acontecimiento. Y faltaba ver si la basura higiénica de la Fura perturbaba el olfato de Moscú, el lugar con más mil millonarios del mundo. La obra ofrece una visión crítica de una sociedad que comparte algunos valores y principios con la ciudad en la que anoche se representó. Eso adornaba el estreno de un cierto morbo. Era la indisimulada idea del Bolshói: sacudir. Pese a que le ha costado algún enfrentamiento con el Parlamento y el público conservador, esa es la línea que ha elegido el director del teatro ruso, Anatoli Iksanov, desde la discreción que le ha otorgado trabajar en la reducida sala provisional: "Mire, el Bolshoi es una catedral, pero no un museo. El arte no se reduce a las obras clásicas. Para nosotros es muy importante plantear las preguntas que perturban, obligar a pensar". Aunque sea a través de la grandeza de la basura.
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