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Genio y humor de Diderot

La edición crítica de Jaques el Fatalista y su amo (así lo escribía su autor) a cargo de Simone Lecointre y Jean Le Galliot de 1977 a partir del "manuscrito de Leningrado" -ahora de nuevo el de San Petersburgo- que me procuró la mejor diderotiana de España, María Antoranz, me ha inducido a enfrascarme una vez más en la novela, con un placer aún mayor que en el de mis anteriores calas. Como ocurre con el Quijote y Tristram Shandy, sus dos claros predecesores, las lecturas del texto son inagotables y cambian tanto por la bien calculada astucia del autor como por el grado de conocimientos literarios y la disposición lúdica de quien lo lee. La percepción del especialista no es la de quien se adentra en el libro dispuesto a sonreír y pasar un buen rato. Ambos enfoques son válidos y yo diría que complementarios. El erudito a secas no alcanza tal vez a disfrutar de las trampas y señuelos de la novela como el dotado del sentido del humor. Mas su laboreo permite a este una mejor compresión del deleite de su lectura.

En su novela póstuma 'Jacques el Fatalista' recurre a las argucias y tretas del relato oral

Publicada póstumamente en 1796, Jacques el Fatalista, cuyo manuscrito fue confiado por el propio Diderot a la mecenas y protectora entusiasta de los enciclopedistas, la zarina de Rusia Catalina II la Grande -la obra no interesó al público ni a la crítica de su tiempo, ceñidos hoy como ayer a una mera lectura histórico-realista del género novelesco. Las "perlas" con las que fue recibida por los gacetilleros de la época -"una sarta de caprichos y ocurrencias", "un diálogo que acaba por dar dolor de cabeza", "un remedo de Cándido", etcétera- anticipan las que saludarán luego a La educación sentimental, Bouvard y Pécuchet y, en nuestros predios, a La Regenta.

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La novela de Diderot es póstuma por partida doble: apareció 12 años después de la muerte del autor y pertenece a la estirpe de las obras que parecen haber sido escritas para la posteridad, para un lector no nacido aún. Este surge al cabo de X tiempo y verifica que se halla ante un texto contemporáneo suyo. ¿Cuántos accedieron a la poética narrativa de Los cantos de Maldoror hasta su descubrimiento por los surrealistas? El lector potencial o dormido existe (en el caso de La lozana andaluza sesteó cuatro siglos y medio) y su despertar coincide con un cambio de la sensibilidad de la época, cuando caen las anteojeras de una concepción literaria caduca. "Lo que se comprende en un abrir y cerrar de ojos no suele dejar huella", decía Gide, y la vida póstuma de muchas grandes obras le da sobradamente la razón.

¿Cuál es el argumento de Jacques el Fatalista? se pregunta el lector perezoso, ávido de aventuras. En efecto, no lo ve por ningún lado y la serie de digresiones, incidentes o azares que interrumpen el suspirado tema novelesco le llenan de perplejidad, si no de irritación. ¡Acción, más acción!, le increpa también el crítico sin que ni uno ni otro se percaten de que el propósito delautor sea la parodia de la verosimilitud de la novela histórica en su pretensión de reproducir lo real. Ante cada secuencia amorosa en germen, la esperanza del lector se ve despiadadamente defraudada. El episodio de la rodilla herida de Jacques al caer de su montura y la intervención solícita de la bella mujer del cirujano, presagio de sus futuros amores, se trunca una y otra vez con un humor corrosivo que arrambla con los distintos códigos narrativos a los que se halla habituado el lector.

El autor se encara directamente con este para advertirle que el hilo argumental es un callejón de ramificaciones infinitas. Jacques se distrae, cambia de idea, se resfría y pierde la voz. "Vaya Jacques, ¿y la historia de tus amores?". En vez de responder, Jacques exclamó, "al diablo la historia de mis amores". "Te escucho, lector, me preguntas: ¿y los amores de Jacques? ¿Crees que no soy tan curioso como tú?". "Lector, me tratas como un autómata, eso no es cortés". El continuo tira y afloja concluye con la resignada amonestación al auditor-leyente: "Jacques ha dicho cien veces que está escrito en lo alto que no terminará su historia y compruebo que tiene razón. Bien veo, lector, que eso te fastidia. Pues anda, toma el relato donde lo dejé y prolóngalo conforme a tu fantasía".

Como en su historieta Esto no es cuento, Diderot recurre a las argucias y tretas del relato oral en el que el público dialoga con el narrador y este contesta a sus preguntas. La gestualidad es una saludable fuente de equívocos cuyo relativismo diluye la supuesta verdad de los hechos referidos o, por mejor decir, el simulacro de su verosimilitud o de una inverosimilitud autentificada por el portavoz de alguna divinidad situada en lo alto. Nadie pone en duda el texto supuestamente sagrado. Este se escucha con reverencia y el público dice amén.

Si la deuda de Diderot con Sterne, de cuyo Tristram Shandy toma párrafos enteros, de ordinario sin citarle, es bien manifiesta, la contraída con Cervantes no es en modo alguno menor. Jacques y su amo son tan inseparables como don Quijote y Sancho (y lo serán después Bouvard y Pécuchet y los héroes de Es cuento largo, de Günter Grass). Cervantes fue el primero en arremeter con humor contra los géneros narrativos de su tiempo, no solo el de las novelas de caballería sino también la bucólica, bizantina, italianizante, etcétera, y en levantar sobre sus ruinas el edificio de nuestra primera novela. Y el papel desempeñado en la Segunda Parte por el falso Quijote de Avellaneda -ese juego de espejos que consagra la infinitud de la ficción dentro de la ficción- lo será en Diderot por el epílogo del supuesto editor -un recurso muy común a las Memorias de su tiempo-, poseedor de tres manuscritos que refieren de forma distinta el final de la historia: uno es paródicamente un plagio de Sterne; los otros rematan aquella ya con el epílogo feliz de los amores de Jacques con la bella enfermera, ya con el triste sino del héroe, sepultado con grilletes y esposas en el siniestro calabozo de un castillo, si bien cabe la posibilidad, se nos insinúa, de que el amo de Jacques, apiadado de su suerte, pueda liberarle y devolverle a sus amores, a menos que él o el dueño del castillo, prendados a su vez de la cuidadora... El desenlace abierto a varias salidas concede la facultad de opción al lector, libre de elegir el que más le apetezca.

El fatalismo burlón e irreverente de Diderot, padre del materialismo filosófico de la Enciclopedia, se condensa en el monólogo interior del protagonista en las últimas líneas de la novela: "Si está escrito en lo alto que serás cornudo, Jacques, por mucho que hagas lo serás; si está escrito, al revés, que no lo serás, por mucho que ellos hagan [su amo y el dueño del castillo], no lo serás; duerme pues amigo mío... y se durmió".

¿Quién dice que el humor y la hondura y seriedad propias del filósofo sean inconciliables? El ejemplo de Diderot es la prueba rotunda de su armoniosa y perfecta compatibilidad.

Juan Goytisolo es escritor.

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