La fuente de la Tortuga
Eduard B. Alentorn hizo también las fuentes de la Zorra y la Cigüeña de la Ciutadella
Mis padres se hicieron una casa, ladrillo a ladrillo y teja a teja, en una urbanización de Corbera de Llobregat. Sin coche y con pocos recursos, cada fin de semana íbamos a buscar el autocar que subía hasta aquella población, y que tenía su origen frente al bar La Principal de la plaza de Goya. En esa terraza -todavía una de mis preferidas-, esperábamos sentados invierno y verano a que llegase nuestro transporte, dispuestos a pasar las horas de asueto trabajando. Y a base de esperar, la geografía de aquel lugar extraño se nos fue haciendo familiar.
Remetida entre la Ronda de la Universitat y el final de Muntaner, esta plazoleta aún conserva un aire provisional, de sitio improvisado por un urbanista al que le sobraron unos palmos del Eixample y decidió dejar el hueco para solaz del vecindario. Hoy en día está presidida por el monumento a Francesc Layret, que fue erigido en abril de 1936. Al famoso abogado lo retiraron en 1939, y acabó oculto en un almacén municipal. En su lugar hubo un jardincillo, que en 1968 se pensó decorar con una estatua dedicada al célebre pintor de Fuendetodos. El proyecto iba a ser costeado por la vecina Casa de Aragón y fue encargado al escultor Ángel Orensanz. Pero pasó el tiempo y llegó la democracia, con la que -en 1977- Layret era repuesto en su antiguo emplazamiento. Mientras, la plaza siguió con su característica denominación. Con ese Goya a secas, que no sé si denota familiaridad, campechanía o desidia.
Aunque su nombre no sea muy popular por el ciudadano, Barcelona está salpicada de obras suyas
Diseñó la venus de la cascada de la Ciutadella y la imagen de santa Elena para la catedral
Oculta por aquel monumento, había una fuente coronada por dos niños subidos a una tortuga, a la que yo me acercaba cada semana. Plantado frente a ella, miraba hechizado la cara de aquel pobre animal. Aún pueden verla en su ubicación original, donde el triángulo de la placita se estrecha, encarado hacia la calle de Ponent. De mayor supe que la habían puesto allí en 1917, como parte de un lote de tres fuentes compradas por el Ayuntamiento a Eduard B. Alentorn, que incluía también la de la Labradora, en la plaza de Letamendi, y la del Negrito, en la Diagonal.
Esa B. del apellido puede sonar a novelista de serie negra, pero la historia real todavía es más escalofriante. Eduard Batista Alentorn nació en Falset, en un hogar marcado por la violencia y el maltrato. Su padre era un hombre pendenciero y conflictivo, que pegaba a su familia. La cosa llegó hasta tal extremo que intentó varias veces matar a sus dos hijos, hasta que un buen día se fugó a Cuba, a hacer las Américas. Años después, Eduard intentó ponerse en contacto con él, y ante su negativa a responderle decidió utilizar exclusivamente el apellido materno y dejar tan solo la inicial paterna. Aunque su nombre no sea muy popular por el ciudadano de a pie, Barcelona está salpicada de obras suyas. Diseñó el grupo central y la venus de la cascada de la Ciutadella, colaboró con algunas esculturas en el monumento a Colón, realizó la colosal imagen de Santa Elena para el cimborrio de la catedral, la escultura de santa Eulalia que hay en el Pla de la Boqueria y la Alegoría de la Religión en el cementerio de Montjuïc, así como diversos relieves para el palacio de Justicia, en el paseo de Lluís Companys.
Cuando Alentorn hizo su fuente de la Tortuga estaba al final de su carrera (moriría tres años después). Por aquel entonces ya tenía sobrada experiencia en figuras animales, pues antes había hecho la fuente de la Zorra y la Cigüeña, situada en los jardines de la Ciutadella. En esta ocasión dibujó un conjunto de inspiración novecentista, compuesto por una pileta y un pilar de piedra, sobre el que dos niños de bronce juegan con una tortuga del mismo material. Ambos querubines tienen algo de artificioso, de angelotes barrocos sobre ese pobre animal, que por su semblante parece estar intentando escapar. Como si la ciudad, en aquel trepidante año de 1917 se viese atribulada por tantas novedades. Como si la modernidad, al igual que esos dos querubines tan pesados, solo fuese un incordio, una molestia que viniese a romper la paz de la vieja Barcelona. A paso muy lento, construida a mano y sin prisa alguna, la ciudad comenzaba a sentir el peso de los cambios e intentaba huir. Exactamente igual a como lo harían -años más tarde- tantos barceloneses, buscando el sosiego de la montaña cada fin de semana; yendo a trabajar en sus horas libres, para poder tener una casita en el campo. Cosas de la vida en las ciudades.
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