La soledad del ciudadano ante la cinta
Más que en ningún otro periodo del año, en vacaciones se producen comunidades espontáneas de personas reunidas en torno a un elemento que actúa a modo de factor totémico para nosotros: la cinta rodante que vomita -o no- nuestras maletas cuando hemos salido de un avión.
En esas ocasiones formamos una sociedad paralizada que no cuesta demasiado convertir en parábola de aquella que somos a menudo y cotidianamente, una sociedad aterrada por la posibilidad de que la maleta con que ha ido cargando -sus posesiones, sus objetos amados, sus costumbres- vaya a desaparecer de un momento a otro, y de que vayamos a enterarnos de ello escuchando la radio. Siempre he sospechado que los equipajes desaparecen por agujeros negros, y ahora pienso que esas simas deben de ser similares a las que cavan los mercados. Un chup-chup pantanoide: y desaparecidos, todos.
"A la hora de esperar los bultos se nos pone a todos un ídem en la garganta"
En los grandes aeropuertos, la proliferación de cintas y el constante flujo de vuelos hace que los viajeros que se amontonan a su alrededor mezclen procedencias tanto como costumbres. Sin embargo, hay dos hechos que nos unen y en cierto modo nos consuelan, al menos a mí. En primer lugar, llamar por teléfono a la persona que nos está esperando para contarle que llegar, lo que se dice llegar, ya hemos llegado; pero que lo de la maleta ya es otro cantar. Podemos extendernos en explicaciones acerca del pasado inmediato ("Sí, salimos con media hora de retraso y luego tuvimos que esperar otro tanto en el avión, pero el vuelo ha sido bueno"), pero sobre el futuro inminente no acertamos más que a pronunciar vagas componendas: "Vamos a ver...". "Ya sabes tú cómo es esto...". "Cualquiera sabe...".
Mucho punto suspensivo y mucha desconfianza en los mercados. O en la mano que mece la cinta.
Me he fijado, por ejemplo, en que por muy simpáticamente que nos hayamos comportado los unos con los otros en un mismo vuelo -y a menudo se crean turbulencias de empatía muy apetecibles entre ocupantes de asientos y filas cercanas-, a la hora de esperar los bultos se nos pone a todos un ídem en la garganta, supongo, porque nos hundimos en un silencio mutuo que tira a huraño. Es como si la sospecha de que uno pueda recuperar su maleta, y el otro no, presagiara... ¿un derrumbe de confianza? ¿Una retirada de inversiones?
Llevaba yo, en mi último regreso, cuarenta minutos de espera -el vuelo había durado hora y veinte-, cuando me dio por meditar en lo dispersos que nos habíamos quedado en torno a la cinta. Y despistados, además: como si estuviéramos desamparados. Un grupo se había reunido en torno a la bocaza sur, esperando que el arrojo de equipajes se iniciara por allí. Otros, personas sueltas, merodeaban en torno a la cinta, como si quisieran encontrarse en todas partes a un tiempo para mejor agarrar sus pertenencias por el asa en el instante oportuno.
Otros se sentaban, bostezaban. Los niños correteaban sin que las madres, exhaustas, les prestaran gran atención. Derrumbadas en el asiento, algunas se mordían las uñas filosóficamente, y otras le colocaban el rorro al padre, quien seguía quejándose por teléfono de la lentitud en la entrega.
Pero lo cierto es que todos, los que daban vueltas y los que permanecían quietos, parecíamos resignados. A lo mejor, me dije, cuarenta minutos de espera es mucho solo para mis parámetros. Debido a mi edad, me parece una barbaridad; vamos, una forma inadmisible de perder el tiempo.
Lo cierto, decía, es que no aparecía la indignación en ninguno de los rostros -ni siquiera en el mío-, más bien se hacían presentes el tedio, el aburrimiento y, sobre todo, la voz de la experiencia. ¿Para qué sirve irritarse si no puedes echarle las culpas a nadie? ¿Es AENA, es el Gobierno central, es la Generalitat? Una cosa resulta cierta: los controladores no son. Posiblemente el asunto se arreglara contratando a más personal, pero da una galbana pensar en ello...
Y así, ante esa comunidad inane, desarmada y difusa, fueron apareciendo las maletas por el agujero que se encontraba más alejado. Unos corrieron y otros nos quedamos esperando. Como en la vida.
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